Datos biográficos
Mario Simón Martínez nació en Elx el 23 de abril de 1940, el segundo año triunfal, por lo que le quedaban por delante nada menos que otros 35 años tan victoriosos como poco recomendables para cualquier ciudadano español con dos dedos de frente. Su padre, José Simón Hernández nació en La Aparecida, una pedanía de Orihuela, en 1897. Trabajó primero como agricultor temporero y más tarde como electricista de la quinta elevación de Riegos de Levante. De ideas izquierdistas, perdió este trabajo después de la guerra y consiguió recuperarlo posteriormente. Hasta entonces se ganó la vida formando sociedad con Valentín, el de los cuadros. Murió a los 89 años. Su madre, Rosario Martínez Sanz, también era natural de La Aparecida y de una familia muy numerosa –8 hermanos- y muy católica. Murió con 65 años en 1967. De oficio sus labores, pero entendido éste como cuidar a la familia y trabajar además en lo que fuera menester, de modista o lo que hiciera falta. La pareja tuvo cinco hijos varones, bautizados todos con nombres masculinos tomados de las hermanas de la madre. Mario fue el más pequeño de todos ellos.
Mario comenzó su vida escolar en una escuela de cagones, en la, por decir algo, la escuela de la señora Luisa, más bien una casa cualquiera más o menos acondicionada para albergar a unos cuantos chiquillos. Al menos, algunos de ellos se convirtieron en los amigos de Mario para toda la vida (Pepito Girona, Rafael Climent o Roberto Beltrán Rico). La familia vivía entonces en una casa comprada a don Jeremías Pastor en la calle Julián Besteiro (Capitán Cortés en el Franquismo y Blasco Ibáñez después). Allá por el año 1945 Mario entró en las Escuelas Graduadas del entonces Paseo de los Caídos y allí, según él, aprendió a leer, a escribir y a aficionarse por el dibujo pese a la propia escuela. Recuerda a algunos maestros malos y salvajes y a otros excelentes por su inmensa vocación como Lorenzo de la Rica. Debió ser un niño tímido, más bien medroso, aunque extrovertido y necesitado de incorporarse al mundo de sus compañeros aunque sólo fuera por mera imitación. Así que igual se pasó unos cuantos años jugando al fútbol sin que le llegara a gustar nunca (según cuentan las crónicas, de palomero: el que se queda junto a la portería contraria esperando a que le llegue el balón para meter gol sin despeinarse).
Como la inmensa mayoría de los chavales ilicitanos de aquel tiempo, salvo los poquitos que sus familias se podían permitir el lujo de pagar estudios, a los 14 años tuvo su primer trabajo como aprendiz en la tienda de tejidos Palazón de la Corredora. Debió ser en torno al año 1954 cuando ganó su primer sueldo: 150 pesetas al mes por una jornada que iba desde las nueve hasta la una del mediodía y desde las tres a las ocho de la tarde. El dueño, un murciano apellidado Sevilla, gustaba de cerrar más tarde la hora fijada porque así se daba la impresión de que el negocio iba viento en popa, para cabreo de los tres dependientes y de los dos aprendices que lo que querían era irse a la hora convenida. También llegó a acudir a una academia desvencijada –dicho más certeramente: una casa que podía caerse cualquier día- junto a 40 ó 50 chiquillos más con un prohombre del pueblo, muy del régimen, muy católico y muy homosexual, que de todo tiene que haber. Mario hacía entonces lo que todos los chavales tenían por costumbre: entregar el salario completo a la madre y recibir lo justo para el ocio de los domingos. Algunos dibujos y algún óleo conservados por el autor muestran su temprana y tenaz afición por la pintura a pesar del poco tiempo que le podía dedicar. Al igual que la mayoría de los chiquillos, por la noche acudía a clases en la Academia Mercantil, propiedad de los hermanos López (uno de ellos, Ginés, fue siempre un consejero muy útil para Mario).
Cambió y mejoró de trabajo, primero en La Hiladora Ilicitana ("La Filadora") a los 16 años, entre 1956 y 1957 y en Comercial Lonera, una firma de artículos textiles para zapatillas, propiedad de Vicente Cerdá y de dos socios más barceloneses. Debieron ser años tranquilos porque recuerda sobre todo el haber participado en la Coral Ilicitana cantando los repertorios tradicionales de zarzuela y haberse enamorado de Conchi, Merceditas y Guillermina, dicho sea por orden cronológico. Todos ellos amores puros y castos porque el único exceso parece que lo cometió con la tercera de la lista a la que, según fuentes bien informadas, consiguió coger de la mano. Hasta ahí no tuvo problemas con el régimen pero en cambio sí fue detenido a los 18 años por una pequeña gamberrada, por lo demás muy típica de los tiempos y de tales edades: robar él y sus compinches un chorizo expuesto en la barra de un bar. Fue condenado junto a sus amigos a pasar cinco o seis tardes de domingos en la célebre Calendura y a pagar una multa en papel del Estado que conserva, bien por pintoresco bien por si las moscas, por un delito de "gamberrismo".
En 1961, con 21 años, se fue a Madrid, como él mismo dice, a “chuparse” dos años de mili como voluntario. Acabó como escribiente en la Dirección General de Personal del Ministerio del Aire y le salió la jugada regular. Se fue a Madrid con la intención de matricularse en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pero las clases eran exclusivamente por la mañana por lo que no pudo seguirlas. No obstante, trabajó en los grandes talleres que construían carteles para los cines (La gata sobre el tejado de zinc, Horizontes de grandeza o Un tranvía llamado deseo). Los dos años los empleó también en colocar antenas de televisión, dibujó, pintó y, sobre todo, disfrutó viendo El Prado al que acudió un sinfín de ocasiones o el Museo Sorolla. La mili al menos le convirtió en un ferviente admirador de Velázquez. Como dos años dan para mucho, también tuvo en Madrid otro amor, la Fifi (Josefina exactamente), historia ésta finiquitada al compás de la mili.
Volvió a Elche con una idea metida en la cabeza: que me voy. Y se fue a París con Antonio González Beltrán en septiembre de 1963. Antonio con la intención de hacer teatro y Mario con la de convertirse por fin en pintor. Pero los dos aguantaron muy poco tiempo. Mario acabó viviendo en Montmartre en una buhardilla de un ruso blanco en la calle, la rue, de la Asunción, que donde hay siempre queda. Pero sólo tres meses. No quiso que su familia padeciera por él y renunció a seguir con la aventura. Algún amigo le sugirió entonces que se fuera a trabajar a Inglaterra y allí acabó, en un hospital psiquiátrico en Naspbury, al norte de Londres. Y en Inglaterra estuvo tres años, trabajando, cuidando a algún que otro loco violento (con lo tranquilo y pacífico que es Mario, uno le dio un buen sopapo sin, como suele ocurrir en estos casos, mediar palabra). Y pintó todo lo que pudo, especialmente ese paisaje inglés cargado de brumas. También y como no podía ser de otra manera, se hizo una novia sevillana. Así que estuvo en el Londres de la movida hippie en los años de la eclosión de los Beatles y de los Stones, aunque de todo esto se enteraría mucho más tarde.
Y vuelta a Elche otra vez, esta ven en junio de 1966. Se encontró un Elche “pequeñito” y, encima, con todos sus amigos casados. Aprovechó su inglés para trabajar con empresas comerciales dedicadas a la exportación del calzado y para montar con sus hermanos un taller de diseño y patronaje de calzado, llamado Simon´s. Pero siguió haciendo otras cosas y como resulta que Antonio González Beltrán había también vuelto de Madrid de estudiar teatro, participó en los inicios del grupo La Carátula, junto a Pepito Climent, Ximo Ferrández, Pepe Bañón, Paco Martínez, Guillermo Martínez o Paco García Linares. Mario hizo siempre de escenógrafo, en alguna ocasión de director y, si no había más remedio, de actor. Por cierto que fue premio nacional de teatro juvenil. Lo del teatro fue especialmente importante porque acabó casándose, en 1977, con Maricruz Maruenda Lozano, una, como él dice, carátula con la que ha tenido tres hijos. La Carátula le dio, pues, además de una familia, muchas satisfacciones a lo largo de los años siguientes. También le proporcionó un buen susto: a finales de 1973 fue detenido e interrogado como posible elemento subversivo sólo por su condición de hombre de teatro. Coincidió con el atentado contra el almirante Carrero Blanco y el Proceso 1.001. Él, que no había militado nunca, pero que nunca dejó de sentirse comunista, se las tuvo que ver con la Brigada Social de este pueblo. El registro policial sirvió para comprobar lo que era: un artista plástico metido de lleno en el mundo del teatro.
Casi treinta años tendrían que transcurrir para que Mario pudiera tomar la decisión que había deseado toda su vida: dejar su trabajo habitual para convertirse en pintor. A finales de 1994 realizó su primera exposición individual en la Casa de la Festa y en 1995 se fue a pintar a Nueva York entre los meses de junio y agosto. Vivió en Manhattan en la calle 33 en un apartamento cedido por su amigo Diego López. Lo que él no sabía es que se fue a Nueva York con un carcinoma del que sería operado en diciembre de ese mismo año. Contó entonces, como siempre, con el apoyo y la comprensión de Maricruz que sabía, como profesional de la sanidad, lo que ocurría y que podía realizar aquella aventura sin riesgo alguno. En la gran manzana pudo pintar paisajes urbanos y un personaje que le interesó especialmente: el homeless, la persona que malvive en la calle alimentada con la misma comida que la de los ejecutivos, sólo que con los restos recogidos de la basura.
Una nueva experiencia tendría lugar en 1997. Mario trabajó entonces tres meses en la empresa Caster como experimento para acercarse después al mundo del trabajador de la fábrica. La vivencia y su plasmación plástica le permitió una segunda exposición individual en el claustro de la Biblioteca de San José. Entre febrero y marzo de 2006 volvió a exponer en el museo de la empresa Pikolinos y, por tanto, lleva dos décadas dedicadas a atender a su familia por las mañanas y por las tardes a pintar, todos y cada uno de los días del año. Y feliz por convertir su pasión en su único oficio.
Dicho sea con todo el aprecio de su amigo Miguel Ors Montenegro.
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