Datos biográficos
PEPA FERRÁNDEZ BAÑÓN
Cuando nació Pepa el 15 de noviembre de 1960, en su casa había ocho personas esperándola. Sus seis hermanos –un chico y cinco chicas-, su padre, D. José Ferrández Cruz y su madre, Dª María Teresa Bañón Cunnington. En ese momento su padre era el alcalde de Elche, porque la vida es así de complicada. El Franquismo fue una trágica estupidez desde el principio hasta el final pero, como lo cortés no quita lo valiente, tuvo a su servicio tontos de remate pero también gente de muchísima valía y Pepe Ferrández fue, sin duda alguna, un hombre al que sólo cabe recordar desde el respeto y la admiración. Fue un trabajador incansable toda su vida, incluso a pesar de que sus ojos se lo pusieron bien difícil. Su hija Pepa lo recuerda como un hombre muy liberal al que había que ayudar los fines de semana y leerle en voz alta todos y cada uno de los papeles de la oficina para que él, con una grabadora, pudiera tomar sus decisiones como empresario. No conozco ningún otro caso de un empresario ilicitano que, en años tan duros como los cuarenta y los cincuenta del siglo pasado, invirtiera los beneficios de su fábrica en la construcción de viviendas para sus trabajadores –las famosas casitas de Ferrández- y por esta y otras razones parecidas se le recuerda como lo que fue: un hombre de bien. Y además sabía mandar. En el Patronato del Misteri del que fue presidente muchos años, cuando a algún patrono se le ocurría alguna buena idea –lo que sucede muy de vez en cuando-, la respuesta de D. José no se hacía esperar: “Vd. mismo se encargará de ponerlo en práctica”. Y así se lo recordaba una y otra vez hasta que los deberes quedaran resueltos. Como además era un hombre con una inmensa capacidad de trabajo, se rodeó de stajanovistas como él. Uno de ellos fue mi padre, Adolfo Ors, concejal de cultura siendo alcalde D. José. Y creo que lo fichó porque mi padre se le parecía un poco desde el punto de vista laboral: Adolfo trabajaba por la mañana en un sitio, por la tarde en otro, los domingos escribía crónicas de fútbol para la agencia Pyresa y el mes de vacaciones lo empleaba vendiendo calzado por el norte de España. Es decir, más o menos con el mismo tiempo libre que D. José. Y un aspecto más que interesa recalcar es que educó a sus siete hijos con la austeridad como divisa. Su hija Pepa recuerda sobre todo los paseos dominicales de la familia al completo siguiendo la vía del ferrocarril y el juego de colocar monedas sobre el raíl y de chafar, sin mala intención por supuesto, la imagen de Franco.
De la madre de Pepa, Dª María Teresa Bañón, cabría decir que es una mujer muy sensata, muy religiosa y guapa hasta decir basta. Cuando me enseñó sus fotografías de juventud, comprobé que Grace Kelly se parecía muchísimo a la madre de Pepa. Las ocasiones en las que pude hablar con ella fueron siempre para mí una experiencia muy grata. La empatía surgía inmediatamente. La madre de Pepa tuvo, además de dos hermanos tan agradables en el trato como ella misma, otro más, jesuita, que influyó a toda la familia. Un hombre que rentabilizó su profunda fe para dedicar toda su vida a ayudar a la gente de una de las tierras más desfavorecidas que había en el mundo: la India. Su contribución es muy parecida a la de Teresa de Calcuta y por ello toda la familia lo supo valorar como merecía. Digo yo que tampoco estaría mal que su ciudad natal se lo reconociera dedicando una calle a uno de los ilicitanos más sobresalientes del siglo XX.
Una casa con tanto chiquillo tiene que ser complicada, incluso aunque la casa fuera tan agradable como el huerto de Santa María de la Cabeza en el que los siete hermanos crecieron. A Pepa se le nota que disfrutó su infancia y que aprendió a vivir felizmente desde el primer día de su vida (el lector podrá comprobarlo si visita su hermosa página web: www.pepaferrandez.com, porque toda su obra resulta un dulce e inacabable sueño). Hasta sus trastadas infantiles se pueden contar porque tampoco crearon grandes disturbios, que estoy pensando en un amigo muy listo que tengo, que de pequeño acompañó a su padre médico a una consulta, se topó con una escopeta y un poquito más y se carga al mismo paciente al que su padre trataba de curar. Pero no es el caso de Pepa. De pequeña tenía dos hermanas con las que pelear –Chon y Pilar- hasta que la madre se hartó y les cortó el pelo a las tres para que al menos se respetaran las cabelleras. En una ocasión, con 7 u 8 años, debió enfadarse y, ni corta ni perezosa, se hizo su maleta para recorrer mundo aunque, lógicamente, no llegó a pisar la calle. Ella misma cuenta también que en su Primera Comunión lo pasó fatal porque, por lo visto, le dieron una ración doble o triple y como encima le habían avisado que aquello no se podía masticar, de poco más se ahoga. Pero lo superó. Y como quiera que su madre llevaba a sus hijas a Santa María y echaban muchas horas en la sacristía, en cierta ocasión Pepa y su hermana Pilar estuvieron a punto de cargarse de un plumazo dos mil años de cristiandad. Resulta que a un cura simpático, D. Pascual Belda, le hizo gracia que las dos hermanas con el pelo muy corto se atrevieran a vestirse de monaguillos. Y así, de rojo y blanco, salieron las dos acompañando al cura a oficiar misa. La madre las pescó en el justo momento de subir al altar mayor. Una pena, porque seguramente de aquella visión privilegiada hoy tendríamos su correlato artístico.
Pepa estudió con las Jesuitinas hasta los 16 años y, aunque recuerda a las monjas con respeto, debió aburrirse como una ostra. Y menos mal que dibujaba y dibujaba hasta el punto que su padre le recomendaba que se fuera a pasear por ahí con sus amigas. En el Instituto de La Asunción ya fue otra cosa. Encontró profesores como Helena, Mari Paz y otros con los que compartió la complicidad por aprender. Allí tuvo ocasión de mostrar una de sus primeras obras: un mural dedicado a la Semana Santa con un punto –o varios- de sátira porque el asunto trataba de una enorme boca que vomitaba capiruchos.
Con 18 años se fue a Valencia a estudiar Bellas Artes en la vieja escuela de San Carlos. Más que vieja, vetusta, porque le hicieron pasar las de Caín al imponerle un canon muy tradicional al que había que plegarse. Y menos mal que encontró a un viejo maestro, D. Victor, que reconoció la valía artística del particular mundo de Pepa. Se lo dijo poéticamente: “Señorita, hay una estrella que pasa para cada persona. ¡Cójala!”. Y efectivamente, cogió su estrella y su título y se volvió a su pueblo.
Desde entonces, no ha dejado de trabajar y de disfrutar, especialmente cuando enseña a los chiquillos de la escuela de pintura del Hort del Xocolater. A mí me da que su mundo de sueños y de colores corresponde al de una mujer feliz. Y que así sea por muchos años. Enhorabuena.
Miguel Ors Montenegro
9 de octubre de 2008
PD: Como bien saben las personas que quieren a Pepa, hace algunos años encontró a Peter y cambió los colores y la calor del Mediterráneo por la nieve canadiense. Y por allí andan los dos, Pepa y Peter, con la alegría de verlos cada año en alguna ocasión.
Añadir nuevo comentario