El cementerio viejo ha cumplido en 2011 doscientos años desde que fue construido por necesidad.
En la segunda mitad del siglo XVIII las autoridades sanitarias impulsaron la construcción de cementerios fuera de las ciudades y la consiguiente prohibición de enterramientos en el interior de las iglesias, como hasta entonces se producía. Las nuevas ideas ilustradas y los avances de la ciencia veían en los "miasmas pútridos" emanados en la descomposición de los cadáveres elementos que favorecían la trasmisión de enfermedades y que, por tanto, era preciso alejar de los núcleos urbanos.
Nuestra ciudad contaba en dicha época con cementerios propios en sus tres parroquias históricas, Santa María, San Salvador y San Juan, y también en las capillas y criptas interiores de estas iglesias se producían habituales enterramientos. Una Real Cédula de Carlos III, fechada el 3 de abril de 1787, en la que se ordenaba la construcción de "cementerios ventilados extramuros" para evitar daños a la salud pública inició los trámites para levantar un camposanto fuera de Elche. Fechado en 1807 se conserva en nuestro Archivo Municipal un plano de lo que debía ser este cementerio. Sin embargo, el emplazamiento elegido por la Junta nombrada al efecto, el llamado "bancal de la Olivera", en el Pla de Sant Josep, no se consideró idóneo por ser pedregoso, por estar habitualmente afectado por viento de poniente y porque el lugar derramaba sus aguas pluviales en las cisternas del Cuartel de Caballería y en el aljibe del marqués de Carrús. Existían también dificultades económicas de manera que, además de buscar una nueva ubicación, se trataba de comprometer en su construcción a las tres parroquias, al Ayuntamiento y a los propios vecinos.
En el verano de 1811, en plena guerra contra el francés, como ya se ha recordado en diversas ocasiones en el presente año al cumplir su bicentenario, Elche sufrió una gravísima epidemia de fiebre amarilla que redujo su población, de unos veinte mil habitantes, en un cuarenta por ciento: más de ocho mil son las defunciones mayoritariamente admitidas por los diferentes estudiosos. La enfermedad, introducida en la ciudad por unos soldados de Cartagena, se desarrolló entre agosto y noviembre de 1811, siendo su periodo más virulento entre el 19 de setiembre y el 18 de octubre, con más de 100 muertes diarias, y se dio por acabada oficialmente en los primeros días de 1812.
En el desarrollo de dicha epidemia jugó un papel decisivo nuestra "Festa". Hay constancia de los esfuerzos de Diego Navarro, uno de los médicos de la ciudad, por impedir la celebración de la festividad asuncionista y evitar que la aglomeración de gente en Santa María propagara la enfermedad tanto entre los ilicitanos, como entre los numerosos visitantes de los pueblos cercanos. Desgraciadamente, no fue escuchado ni por el pueblo llano que exigía sus fiestas, ni por las autoridades que temían la reacción violenta de aquél. La tensión que se vivía en la ciudad queda resumida en las siguientes palabras de un diario anónimo de la época: “También como próxima que estaba la fiesta de agosto, el pueblo quería que se celebrara la fiesta, y el médico Navarro decía que de ningún modo, que era un disparate y por este modo de producirse, el pueblo bárbaro le perseguía y le quería asesinar.” Las previsiones se cumplieron y los forasteros que habían venido a Elche a presenciar el "Misteri" ya no pudieron volver a Alicante sin pasar la correspondiente cuarentena. Fue ésta una lección aprendida dolorosamente por los ilicitanos: en posteriores epidemias, como las de cólera morbo de 1855 o de 1885, se suspendieron temporalmente las fiestas, que tuvieron lugar una vez acabada la enfermedad, ya en otoño.
Por causa de la fiebre amarilla murieron todos los médicos de la ciudad y la mayor parte de los facultativos, boticarios y sangradores que vinieron desde Valencia como refuerzo sanitario. También una gran parte de los religiosos que auxiliaron espiritualmente a los moribundos. Y los presos locales, que ocuparon el lugar de los enterradores cuando estos enfermaron, fallecieron todos menos dos. De hecho, una de las primeras decisiones de la Junta sanitaria local fue la prohibición definitiva de enterramientos en el interior de la ciudad y el traslado de los cadáveres a un terreno situado en la salida hacia Crevillente. En unas zanjas abiertas en el mismo a modo de fosa común, se procedía a enterrar a los muertos. De esta trágica manera nacía nuestro Cementerio Viejo, tal y como nos recuerda una inscripción situada en su puerta de acceso.
La construcción del mismo, sin embargo, costó algunos años más. Por ejemplo, en abril de 1812 la Junta local de sanidad reclamaba los fondos existentes en el caudal de propios del Ayuntamiento para concluirlo. Sin embargo, en 1814 todavía carecía de tapia exterior, circunstancia que propiciaba escenas espeluznantes como la relatada en el Cabildo del 8 de julio de dicho año, en la que se urgía la elevación de dicho cierre porque "los cadáveres que se sepultan son arrastrados y comidos de animales, con escándalo y sentimiento de todas las familias".
En 1845 se propuso la construcción de una ermita en su interior para albergar los cultos religiosos en sufragio de los difuntos. También en este caso la escasez de caudales municipales hizo que el proyecto se retrasara y no pudo llevarse a cabo hasta tres años después. Y ello gracias a un generoso donativo de 8.000 reales efectuado por Mariano Roca de Togores, marqués de Molins, vinculado familiarmente a nuestra ciudad. Esta ermita, construida junto a la puerta de acceso, se transformó parcialmente, años después, en la vivienda del sepulturero.
En 1869 se reformó el cementerio de manera que la parte interior de su tapia fue aprovechada para construir nichos que, además de reforzarla, permitían enterramientos en vertical, sumándose así a los efectuados en el suelo y en los tradicionales panteones de carácter familiar. En 1878 se dividió el camposanto en cuatro grandes patios denominados como los barrios tradicionales de la ciudad: Santa María, San Salvador, San Juan y Santa Teresa. Estaban delimitados por panteones y nichos y aunque su interior se destinó a fosas generales, poco a poco también fueron ocupados. Nueve años después se habilitó un espacio para cementerio civil, con acceso independiente, para aquellos que murieran "fuera de la religión católica", espacio que con el paso del tiempo quedó totalmente integrado al resto del recinto. En 1911, al cumplirse el primer siglo de su construcción, fue ampliado el cementerio, según proyecto del maestro de obras Pedro León Navarro, hasta duplicar su espacio inicial y dejarle el aspecto global que ahora mismo tiene.
Como preparación a la conmemoración de su segundo siglo se han llevado a cabo diversas actuaciones. Por una parte su inclusión en el Itinerario Cultural de la Ruta Europea de Cementerios Significativos, bajo el amparo del Consejo de Europa, que aglutina a unos cincuenta camposantos europeos de especial relieve. Y también la restauración de sus panteones más destacados desde un punto de vista histórico o artístico, de manera que se han propuesto unas rutas para visitar las tumbas de destacados ilicitanos como los historiadores Aureliano y Pedro Ibarra, el arqueólogo Alejandro Ramos, el compositor Alfredo Javaloyes, el geógrafo Blas Valero, el capitán Ramón Lagier o el pintor Vicente Albarranch. Además, se resaltan diferentes construcciones funerarias por su interés arquitectónico y tipológico: sepulturas subterráneas con acceso oculto o con acceso visible y sepulturas a nivel de suelo con capillas y panteones. Destacan, entre otros, el de la familia Llorente, al inicio de la calle mayor o de los Ángeles, o el más emblemático de todo el recinto, el de la familia Revenga-Ibarra, construido en el muro sur, con una capilla cuya decoración está claramente inspirada en el tabernáculo de la Basílica de Santa María y presidida por una imagen de la Virgen de la Asunción. Precisamente, el acto más emotivo de la conmemoración del bicentenario del Cementerio Viejo ha sido una visita inédita de la Patrona de Elche, promovida por la Sociedad Venida de la Virgen, que tuvo lugar el pasado mes de junio.
Vemos, por tanto, que nuestro Cementerio Viejo, cuya desaparición se contempló hace algunos años argumentado necesidades urbanísticas, ha sabido adaptarse perfectamente a las necesidades y a los deseos de los ilicitanos a lo largo de sus doscientos años de existencia. Y así debe seguir mientras albergue los restos y la memoria de nuestros queridos antepasados.
Joan Castaño
(Publicado en Información, 9-10-2011)