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Me referí una vez en la prensa a los comercios que circundaban la Plaza Municipal de Abastos de Elche, en los primeros años cincuenta del pasado siglo. Y los traigo ahora aquí, advirtiendo que no se trata de una relación de nombres, ni una descripción de cómo era ese lugar entonces, sino de algo más. Voy a referirme al lugar donde vivía dentro de la Vila murada y palpitaba la ciudad, cada día, por ser lugar obligado donde ir a abastecerse de lo necesario para comer. Quiero hacerlo ahora, para ti, por el amor que nos une a lo propio y obliga a recordar, pues sin memoria nada somos.
A la casa de mis padres se entraba salvando grandes escalones, por un pasadizo entre la parada de verduras de Salvador el Aspero y el puesto de La Pastora. En la casa una de las cámaras, que servía de cocina, comedor y cuarto de labores, tenía ventana al patio interior de la bacaladería de Domingo Iborra. Han educado mi olfato los olores de la Plaza de Abastos que, con la vista y el tacto, me hacen sentir vivo. Los olores de los pabellones de la verdura, la carne y el pescado, entre puestos de productos polimorfos y de excitante color, que me obligan a buscar el mercado de una ciudad cuando la visito, para pasear mi recuerdo entre ofertas tan diversas. A ciegas hubiera dado yo con mi casa y cada día al despertar sabía por el olor dónde estaba.
Domingo, hombre de carnes secas y pelo blanco, infatigable lector y conocedor de los clásicos, me abrumaba yendo yo camino de bachiller, y siendo él persona sencilla me daba crédito por ser estudiante cuando poseía el saber.
Siguiendo las manecillas del reloj –hay que ver cómo pasa el tiempo–, veo a la izquierda de mi casa a la tía Mariana la de La Vajilla, a Gasparet su marido y sus hijas Fina, Marianita y Juanita, un par de años mayor que yo, que me gustaba; a Margarita, la de La Casa de les Herbes, donde había ratas mayores que conejos en aquellos años de hambre; Manolo el de La Casa de las Medias. La tienda de salazones de Rafael Penalva. Bartolo, que tenía una tienda de enseres para la casa y Pepito que vendía ropa. Un charcutero al que salvó la vida el tendido de la luz de la Rambla, bajo el puente del ferrocarril, un día que tuvo de malas ideas. Les seguía Pascual, dueño de la cacharrería que acabó siendo la tienda más antigua en su género y pasó a la historia, al desaparecer por el arte de magia que los Ayuntamientos practican. Su hija, mi prima Finita, la mantuvo como institución.
Casi en el cauce del Vinalopó un pozo, en la Posada de Berenguer, daba el agua tan fresca que todos los tenderos iban a llenar su botijo; allí estaba Paco el de las tartanas, que, en una de ellas, paseaba a La Jara por el Paseo de la Estación las tardes de pronto anochecer; la barbería de Pedro donde me «chollaban» y cerca Vicente el del hielo, La fábrica.
El forn del rincó; el bar Nido en una esquina y en la otra la tienda del Caragolet, Mestre de Capella, daban entrada al carrer Major de la Vila donde estuvo la escuela de cagones de doña Teresa Falcó y la Unitaria Nacional nº 2, de don Julio Ramón Segrelles, en las que aprendí. Juan Lozano, el sastre, hacía trajes por consorcio; el bar de Poyes y Marta la verdulera; otra cacharrería de las hermanas de Gaspar y de Pascual –toda una saga–. Faíto y Sempere El boquerò, que vendían salzones, y el bar La Chona. El Pabellón de la carne donde vendían los Chavales, Chimo, los Pastoros y Casimiro, Pascuala la gallinera y tantos, cuyas manos heridas conozco porque subían a que mi padre, Pepito el practicante, les atendiera. Una mercería y Los Valentines. Concha, que como todas las mujeres mayores vestía de negro, vendía en su paraeta agua de limón y «aiguasivà». La tienda de comestibles y el bar El molinet.
Volviendo a la casa de mis padres otra mercería, Villalobos y la tienda de Pepe Castaño junto a Iborra, que ponía mostrador a la calle preservado del sol por un toldo fijo encima del cual estaba el balcón del comedor de mi casa, que sólo se usaba en días festivos y daba a la habitación de matrimonio.
He dejado los comercios que circundaban el Pabellón del Pecado y bares, como La Parra, porque cuando algo es pequeño como entonces cualquier cosa queda enseguida lejos. Pero para mí era el Universo con la casa de mis padres, el Colegio y lugares para jugar con los amigos, hasta que nos atrevimos a ir hasta La Glorieta y después al Parque Municipal. Me referí a esto hace quince años y acababa diciendo que todo dejará de ser, al estar sólo en el recuerdo; lo he querido volver a evocar ahora, porque en la memoria nada envejece, y lo dejo escrito para que no muera.
Desde Barcelona, el 9 de mayo de 2020, cuando cada vez más todo se hace presente.
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