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Hace sesenta años, ayer, Jueves Santo, paseaba yo por las calles del Raval de Elche con un médico joven, al parecer una promesa de la profesión, cuya conversación fue unidireccional y críptica para mí y cuando no sé por qué, yo mencioné a Sara Montiel, me dijo que no sabía quien era. Pensé que si así iba a ser yo, cuando acabara la licenciatura comenzada, mejor era dejarlo. Pero el hábito no hace al monje y sí las personas, y de personas he querido escribir: de personas que llevaron una vida sencilla y para mí importante, por lo que acuden a la recuerdo.
Por qué huelen los recuerdos
No sé, pero algún motivo habrá, para que la Semana Santa me lleva siempre a los olores de mi infancia. Y ocurre, de un modo tan real, que todo se hace presente. Huelo ahora la vivienda de mi abuelo Antonio en El Plà, de Elche. No era La villa de La Olmeda en el municipio soriano de Saldaña, pero sí un lugar vivo que el olfato evidenciaba.
Era una hacienda de labor con espacios definidos para cada trabajo y dos habitáculos aparte de donde ellos vivían, para un tío mío y la Casa de la herba que alojaba a los trabajadores y sus familias, y contaba con dependencias para almacenar el forraje de los animales, aperos, utensilios de labor y daba paso a un gran patio circundado por la vaquería y las cuadras. Allí se realizaban distintos trabajos y un gran portalón, el paraor, permitía el paso de carruajes y animales a un camino que orillaba la Rambla. En las tardes de verano esa pared procuraba una buena sombra y a su resguardo se sentaba mi abuelo para ver a la gente pasar por el puente nuevo de Canalejas. El puente viejo, de Santa Teresa, que después se ha dado en llamar de la Virgen por presidirlo la de la Asunción, era poco transitado entonces.
En las cuadras del ganado caballar, apartada, siempre había una vaca en fechas próximas a parir y separado por un murete de obra, el toro; en un pequeño corralillo estaban los ternerillos, a los que se amamantaba con biberón y cubos con leche. En la cuadra de las vacas más de una treintena de ellas, en pie o acostadas, alguna mugiendo y todas rumiando aun cuando dormían, el olor no impedía tomar allí un vaso de leche, recién ordeñada, que salía de las ubres caliente, espumosa y dulce.
En el patio se cortaba hierba y se preparaba el pienso para los animales y en ocasiones se sacrificaba alguno de ellos; se enganchaban los equinos a los carros de labor, la tartana o el cabriolé de mi abuelo si tenía que salir, y se llenaba cada tarde el carro del fem con el estiércol que se transportaba diariamente a Villacuadra: la finca agraria que el abuelo tenía en el término municipal de Algorós, cercano a Matola, donde se cultivaba alfalfa y cereales, había árboles frutales y en una gran casa corrales donde se criaban animales para la matanza.
Allí pasó los años de guerra la familia de mi madre porque un compadre de mi abuelo, dueño de un bar, se lo aconsejó cuando oyó decir a alguien que iban a por él una vez se desataron, en ambos bandos, las envidias y revanchas, los paseos y el matarile. En nombre del pueblo, un vecino llamado El Moreno, se hizo cargo del negocio hasta que el olor fue insoportable porque no retiraban el estiércol y un oficial en mando repuso a mi abuelo. Pero esa –como dicen–, es otra historia que nadie parece dispuesto a olvidar.
Había que ordeñar a las vacas mañana y tarde y la leche se vendía a particulares y a segundos, para la reventa; la carne y el embutido que allí se elaboraba, se despachaba a la venta en las casillas que tenía el abuelo en la Plaza de Abastos y se comprende que todas las personas que trabajaban para él, los hombres, sus mujeres y los niños, sus familiares y también los míos, despedían el olor de su trabajo. Así, Concha, una buena mujer que atendía a mi abuela y no participaba de aquello, tenía un olor distinto pero también definido y lo mismo Paco “Tacones”, servidor en la casa, al que mi madre guardaba las colillas del caldo de gallina que mi padre fumaba. Tacones las abría y oreaba, y le daba al morapio con una filosofía propia. Decía que en el estómago el hombre tiene siete sillitas, cada una para que asiente un vaso de vino y uno más origina desequilibrio. Tacones se descontaba, nunca controló aquello y colocando vasos en las sillas acababa mareado.
Sí, no sé por qué, pero cada año la Semana Santa me lleva a los olores de mi infancia y como ahora lo veo todo tal como era. Con solo cerrar los ojos e inspirar hondo y lentamente, huelo cada rincón de aquella casa, el de las labores que en ella se llevaban a cabo, los olores de la tierra en la casa de campo, el de los árboles y por supuesto el del “femer”, la alfalfa fresca y la hierba seca o el olor de las algarrobas, el olor de los animales y sobretodo el característico olor de cada una de aquellas personas que gracias a ello, recobran vida en mí por su olor característico.
Juan Rodenas, el viernes Santo de 2021.
En la fotografía, tomada antes de 1936, junto a uno de los portalones “del paraor” agachado uno de los empleados con su hijo, mi tía Tere y sentados un capataz y mi tío Vicente; de pie, a la derecha: mi madre y mi padre.
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