Datos de la imagen

Margarita, Pascua Torregrosa, María Dolores Piñero, María José Morón, Pepa Esclapez, Fina Sagasta, Fina Román, Miguel Ors...
“Ors Montenegro: ¡buena firma! ¡Siéntese usted en la primera fila!”
En mi caso, aterricé en el Instituto de la Asunción en octubre de 1970. Tenía 14 años recién cumplidos y me incorporé en cuarto curso de bachillerato. Mi florido pensil comenzó algunos años antes en las Jesuitinas (1963-1964). No guardo recuerdos más allá de que, para la primera comunión, me confesé con un cura del siglo XIX o XVIII (un hombre enjuto y con un sombrerito como los de los soldados de la guerra de Marruecos, que paseaba siempre solo por la calle Ancha) que, sin pecado alguno digno de relevancia, me colocó una penitencia de diez padres nuestros. Lo he conseguido superar, pero forma parte de mi memoria curricular.
A pesar de que mi madre fue camarera de la Virgen de la Asunción y mi padre falangista y voluntario de la División Azul –y excelentísimas personas-, fui a la academia de Don Lorenzo de la Rica porque mi padre participaba vivamente de ese curioso anticlericalismo falangista que le hacía renegar de toda suerte de órdenes religiosas y comulgar una vez al año cumpliendo la ley de mínimos, con el desasosiego de mi madre que no entendía semejante continencia espiritual. Don Lorenzo era lo que se dice un maestro vocacional. Por razones de mi oficio algunas décadas después supe que había sido maltratado y denunciado en la posguerra por algún siniestro colega que fue republicano primero y contumaz franquista después (y, para más inri, con una escuela local que lleva su nombre). La viuda de don Lorenzo con la que pude hablar este verano me contó que el denunciante de su marido iba a comprar medicinas a su farmacia y que le comentaba el estado del tiempo con total naturalidad. Ahora entiendo por qué jamás nos habló de Franco ni cantamos el cara al sol ni nada semejante. Creo recordar también que, como amigo de mi padre, no pagamos al maestro honorario alguno y realicé cuatro cursos académicos con cuatro jamones, obsequio de mi familia.
Con don Lorenzo se empollaba bastante y algunos recibían sus buenas bofetadas, en general concentradas en muy pocos varones porque hembras no había. La escuela era una vieja casona de planta baja en la calle 13 de septiembre (recordatorio del golpe de estado de Miguel Primo de Rivera en 1923), hoy felizmente dedicada al poeta Miguel Hernandez. Todavía guardo en la memoria restos de esfuerzos memorísticos. En el examen de ingreso (en aquello que se llamó la sección delegada del Instituto en Candalix), en junio de 1965, me preguntaron por el Cardenal Cisneros. Y contesté que dicho señor fue “un fraile franciscano que llegó a ser arzobispo de Toledo y que fue nombrado regente de España a la muerte de Carlos I”. Tuve un fallo clamoroso y en vez de regente puse gerente, que a fin de cuentas mi padre trabajaba en una caja de ahorros y estaba yo más familiarizado con el mundo de las finanzas que con el de las casas reales y, además, a mi padre seguramente la figura de don Juan de Borbón le hacía la misma gracia que a sus correligionarios que le llamaban “Juan Tercero Izquierda”. Los corregidores tuvieron clemencia conmigo y me pusieron un seis. Otra proeza memorística de la escuela fue aprenderse de memoria las provincias de la periferia española. Aquello se conocía como la vuelta ciclista y cuando al recitador se le escapaba alguna provincia, los demás silbaban para que el maestro pusiera las provincias –y la cara del recitador- en su sitio. Curiosamente, no tuvimos que estudiar las provincias del interior quizá por su escasa vitalidad económica. Pero lo peor de todo era el horario. Allí estábamos habitualmente entre las nueve de la mañana y las ocho de la tarde aunque, eso sí, comíamos cada uno en su casa. Los sábados rezábamos el rosario y los primeros viernes de cada mes nos íbamos, encantados de la vida porque se estrechaba el horario escolar, a misa al Sagrado Corazón de Jesús. Como los valores eran otros, recuerdo que para comulgar había que esperar que don Lorenzo se levantara de su asiento y, a partir de ese momento, los cien chiquillos salíamos en tropel detrás del maestro con lo que se evitaba así que alguna abuelita fuera atropellada en plena comunión. Rezamos y rezamos tanto que, una década después, la mayoría pensó que los deberes espirituales estaban bien cubiertos para el resto de nuestras vidas. Nos habíamos ganado el descanso dominical.
De don Lorenzo pasé a doña María Selva, con la que también pude hablar hace años. Cuando fui a verla, sabiendo que estaba enferma de cáncer, le comenté que cuando se cansara me lo advirtiera. Y me contestó: “Jo mai me canse de parlar”, cosa que comprobé en las siguientes horas. Su academia era el mejor lugar para aprender latín porque hacíamos cientos de “tandas” o traducciones de textos latinos. Con las matemáticas ya fue otra cosa porque el señor que nos las explicaba no tenía lo que se dice sentido pedagógico alguno y así nos fue en general cuando en junio nos examinábamos “por libre” en el recién inaugurado Instituto de la Asunción. Una anécdota que no se me ha olvidado es que una noche, aprovechando el alumbrado del llamado hasta hace bien poco paseo del País Valencià, organizamos un partido de fútbol con árbitro y todo. Doña María pasó por allí, nos vio y al día siguiente nos preguntó la lección de geografía y los futbolistas y hasta el equipo arbitral acabamos todos de rodillas. Preguntó entonces de quién era el balón –de reglamento se llamaba entonces- y de quién era el pito (el del árbitro, claro está). Contesté que todo era de mi propiedad y me conminó a que al día siguiente se lo entregara. Lo conté en mi casa y mi hermano Juan –un futbolista con una fantástica técnica- me dijo que le llevara cualquier otra cosa, pero que el balón no salía de casa. ¡Cualquiera le cogía a mi hermano el balón! Al día siguiente le tuve que contar a doña María que con mi hermano no se jugaba (al menos a otra cosa que no fuera el fútbol).
Total, que cuando, en octubre de 1970, llegué al instituto como alumno “oficial”, a repetir cuarto, a pesar de que podía haber seguido en la academia y cursar quinto con dos pendientes, francamente, aquello me pareció California con música de los Beach Boys. Lo fundamental es que se salía a las cinco y media de la tarde, lo que te permitía llevar una vida normal y, en mi caso, jugar al fútbol con horarios civilizados y no después de cenar como me había ocurrido en los años anteriores. Me encontré con un excelente y joven profesorado –Helena Fernández, Mari Paz Hernández, Ángeles Robles, Carlos de Mingo, Adolfo…-que, tal y como cuenta Antonio Muñoz Molina para esos mismos años, nos proporcionaron una sólida enseñanza y un trato tan firme como respetuoso. En aquel entonces quizá no supimos valorar lo que se nos ofrecía.
Tuve un recibimiento caluroso por parte de un profesor de física y química, Miguel Salvador, al parecer también divisionario azul y amigo de mi padre. Como resulta que mi hermano ya citado, gran aficionado al fútbol, al futbolín y al cine de programa doble pero poco asiduo a las clases, había estado por allí antes que yo, la primera vez que pasó lista dijo: “Ors Montenegro: ¡buena firma! ¡Siéntese usted en la primera fila! Con otro amigo de mi padre, don Gabriel Ruiz, también me fue muy bien en Ciencias Naturales porque siempre hacía la misma pregunta en los exámenes: la mitosis o algo parecido. Te lo llevabas escrito desde casa y se superaba la prueba con bastante facilidad.
Fueron cuatro años muy gratos. Como las matemáticas, la física y la química me aburrían profundamente, hice, por pura estupidez, el bachillerato de ciencias hasta que por fin en COU me apunté a lo que más me gustaba: historia, inglés y geografía con aquel maño, Enrique, que se iba al parque a vigilar a las parejas de estudiantes para preguntarles al día siguiente. Algo mal de la cabeza debía estar el hombre. Con él me pasó también algo divertido. En una clase preguntó, por aquello de preguntar, qué era el ozono. Como ya he dicho que había empollado bastante en mis años de academias, contesté sin más que el ozono era una forma alotrópica de oxígeno. Yo no sabía que estaba contando, pero el profesor tampoco debió aclararse y, supongo, pasamos a continuación a otro tema.
Tuvimos a un profesor de F.E.N, aquella Formación del Espíritu Nacional, un tal Niñoles, rojo de cara y creo que alicantino, que nunca supo adoctrinarnos pero que nos aburrió hasta decir basta. Eso sí, sacaba su pitillera y nos ofrecía un cigarrillo y, con la misma cortesía, le decíamos que no, que gracias. Ni por esas. En cambio, un profesor inolvidable para mí fue don Satur, Saturnino Leguey, un cura posconciliar que era él solito una ONG con su simca 1000. Por la tarde le veíamos cargar con un colchón y sabíamos que estaba resolviendo alguna necesidad urgente. Nos hablaba de sexualidad, de pobreza, de solidaridad, de rebeldía. Algún comentario debí hacer en casa respecto al cura que mi padre se sobresaltó. Una tarde de fútbol en Altabix, me encontré con don Satur y me dijo que le presentara a mi padre. Le dije que no, que estaba muy lejos (a tres metros a mi espalda). Que recuerde, Saturnino se acabó casando como Dios manda.
Una anécdota que dice mucho de lo que hoy llamamos el tardofranquismo fue lo ocurrido con un compañero llamado Alfonso. Recuerdo perfectamente que fue en quinto de bachillerato (curso 1971-1972) y que a mitad de curso, desapareció de clase. Volvió al cabo de varios meses y mucho más flaco. Le pregunté qué le había ocurrido y me contestó que había pasado varios meses por el penal de Cartagena ¡con 15 años! Al parecer le habían cogido tirando algún panfleto en aquellos años de conflictividad en aquellas fábricas mastodónticas ilicitanas que estaban al borden del colapso final.
El final de mi tiempo, tremendamente grato por lo demás, en el Instituto coincidió con el peor momento de mi vida: la muerte prematura de mi padre -3 de julio de 1973-. Al año siguiente realicé el COU, jugando al fútbol, con una guitarra, haciendo teatro y aprobando en junio por los pelos. Si hubiera vivido mi padre, hombre sensato y con la autoritas típica de aquellos tiempos, hubiera terminado estudiando Derecho y, cada uno es como es, hoy tendría al menos dos úlceras de estómago. Inicié en octubre de 1974 los estudios de Historia en la Universidad de Alicante, una facultad entonces impregnada de marximo-leninismo. El primer libro que leí por mandato imperativo fue “El origen de la familia, la propiedad y el Estado” de Federico Engels y estudié la historia de Roma con un manual infumable de un soviético llamado Kovaliov y, al cabo de los años, descubrí y no sin asombro que algunos profesores que nos habían iniciado en el materialismo histórico se iniciaron a su vez en el neoliberalismo más recalcitrante, porque los tiempos cambian y las nubes se levantan.
Años universitarios y viajes por Europa y dos recuerdos como autostopista. En una ocasión un señor que tuvo la amabilidad de recogerme me preguntó qué estudiaba. Cuando le dije que Historia, un poco más y me echa del coche: “¡Con la necesidad que tenemos de peritos y tú estudiando Historia!”. Peor recuerdo guardo sin embargo de otro señor, buen aficionado a mi disciplina, encantado de poder hablar conmigo y que para mí fue una tortura: “¿qué piensas de la polémica entre Sánchez Albornoz y Américo Castro?”, es que resulta que no lo hemos dado…; “¿y sobre la obra de Kamen o de Elliot?, pues que no sé de qué me está hablando… Me dieron ganas de decirle que hiciera el favor de parar y dejarme donde fuera. Terminé los dos últimos cursos en Barcelona, con un profesor absolutamente extraordinario, Josep Fontana y, después de un año perdiendo el tiempo en la mili, vinieron los 30 siguientes disfrutando de un oficio envidiable: explicar e investigar Historia contemporánea, pero aquí me quedo.
Mi enhorabuena, pues, a todos los que desde el Instituto La Asunción habéis hecho posible una trayectoria educativa magnífica. Y un cariñoso recuerdo para un compañero vuestro y persona muy querida por mí: Patricio Falcó.
HERNÁNDEZ, Mari Paz y ORS, Miguel, eds. (2013), Instituto de La Asunción: 50 años, 50 miradas, págs. 252-257.
Las imágenes exhibidas en esta página son propiedad de sus autores. Aquí se muestran exclusivamente con fines científicos, divulgativos y documentales. Cualquier otro uso fuera de esta página está sujeto a las leyes vigentes.
Añadir nuevo comentario