Datos biográficos
En el singular y pequeño pueblo navarro de Lárraga, entre tierras de labor cerealista y ganados de caballos, mulas y asnos, nací el 11 de diciembre de 1928, cuando la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) vivía sus últimos coletazos.
Pronto, por el trabajo de mis padres –eran autónomos-, nos mudamos y dejamos el frío norte por la Meseta española. Nos tuvimos que trasladar a Madrid en la Segunda República Española (1931-1939) por una contrata en una finca de Madrid, denominada “El Portal”, que se abastecía con agua proveniente del río Jarama. Mientras, mi madre se había vuelto a Navarra para trabajar en una cosecha de trigo, pero volvió pasadas unas semanas. Menos mal, porque enseguida estalló la Guerra Civil.
En ese momento, éramos 12 personas (mis abuelos, mis padres y ocho de mis hermanos) unidas, pero aterrorizadas en casa. Estábamos tomando el desayuno y entran republicanos, aconsejándonos que nos fuéramos. Entre bombardeo y bombardeo, recogimos lo básico y dejamos nuestro hogar, que estaba cerca de la emisora RNE, la única que estaba activa por aquel entonces. Estaba atemorizado hasta mi padre Ramón, que se podía considerar como una persona íntegra y dura; ingeniero agrónomo; de monte, de injertar, de podar, de andar por viveros; todo un cerebro, quien echaba tesón a las cosas y se notaba. Pues, ante los acontecimientos, se quedó helado y no sabía cómo calmar el ambiente.
A nuestro rescate vino un camión ruso, aliados de los republicanos, lleno de colchones y gente. Los soldados daban prioridad de subida a mayores y jóvenes; logramos subir todos y arrancó. Todo iba bien hasta que en Arganda del Rey el vehículo se paró. Los más veteranos avisaron de que el camión se había roto, pero no nos lo creímos. Se trataba de una gran quimera. Los camioneros nos abandonaron allí a nuestra suerte, porque más adelante estaba el bando nacionalista, fieles a Franco y ayudados por Hitler, con bombas preparadas para su inminente explosión.
¿Qué hicimos? Todos a una. Apostamos por resguardarnos debajo de un olivar y no mover ni un dedo. En segundos, vemos como la furgoneta y toda la munición (sacos de ropa, comida…), que habíamos conseguido salvar de nuestras casas, saltan por los aires debido al impacto de explosivos. A las horas cesaron los bombardeos y anduvimos kilómetros y kilómetros por las largas y desiertas carreteras. Ahí supimos que nuestra niñez ya nos había sido arrebatada. Nos dejaron sin nada.
Íbamos de pueblo en pueblo, de carrito en carrito, pero nadie nos ofrecía refugio. Llegamos como bien pudimos al pueblo de Villarejo de Salvanés, donde nos refugiamos en un caserío donde ni siquiera había puertas. Con sacos, hacíamos los apartamentos de la familia y gracias en parte a los vecinos, que nos daban lo básico para comer y vivir, logramos sobrevivir. Vivimos “tranquilamente” durante un tiempo. Mis cuatro hermanos y cinco hermanas nos entreteníamos jugando al corro. Nos conformábamos con poco. El mayor, Ramón, era concertista -tocaba saxo, trompeta y piano- y fue requerido por la banda de música de Llíria (Valencia). Se lo llevaron. No tenía alternativa, porque levantaría sospechas en caso de no obedecer. Mi otro hermano, Irineo, se decantó por alistarse en el frente republicano. Tristemente fue traicionado por un hombre en Pozo Blanco, fue encontrado por los sublevados y asesinado a bocajarro.
En tiempos de guerra, cuando tocaban la sirena, tenías que quitar rápidamente la luz, porque los tiros y cañoneos eran inmediatos. Si te encontrabas lejos de casa, era obligado encontrar un refugio próximo a tu localización. Con todo esto, mi abuelo, que era mayor, estaba perdiendo el norte debido a la extrema crueldad; de hecho, en una ocasión, a plena luz del día mientras los guardias hacían su patrullaje diario, él salió con el candil a la puerta del refugio y, evidentemente, fue apuntado por estos. Por suerte, tenía amistad con uno de ellos y este sabía que sufría problemas, por lo que no fue atacado.
Al término de la guerra, nos obligan a irnos del pueblo. No estábamos seguros allí. Hicimos caso, cogimos las pocas pertenencias que nos importaban y marchamos hacia la ciudad de Madrid, donde vivía mi tío. Tenía un restaurante, cuya bodega fue muy acogedora y entre sus sacos de maíz dormíamos.
En aquel lugar aprendí a cocinar, cosa que luego me sirvió para trabajar en un restaurante cerca del barrio de Salamanca. Mi familiar echó el cierre por complicaciones médicas y yo tuve que buscarme la vida. El jefe de dicho establecimiento formaba parte de un grupo de seguidores de Franco. Llegaban muchos sacos de comida y me prohibía darle pequeñas partes a la gente con necesidades que esperaban en la puerta. Mi superior era una persona perversa, pero yo me comportaba de manera más lista y sin que me pillara, a escondidas, les daba mi pan e incluso la mitad de mi comida. La insensibilidad de este no quedaba ahí. Vivimos muchos episodios de impiedad hacia nosotros. Este nos obligaba a rezar tres veces al día en el comedor; nos vigilaba; y si cumplíamos con el cometido, nos daba las sobras del día. Nos trataba de mala manera, no porque supiese que éramos contrarios a la dictadura, sino por ser unos meros cocineros.
Aborrecida por el sadismo imperante, me busqué un puesto en un sanatorio donde iban destinados quienes salían de los campos de concentración[1]. Mi tía, que era monja, trabajó durante un tiempo en este, pero la trasladaron a otro, de mayor categoría -para ricos-, tras un corto periodo. Se notaba la diferencia de uno a otro. En aquel gozaban de habitaciones para ellos solos, calefacción, etc. y, sin embargo, en el mío no se les proporcionaban ni fármacos a veces. Si yo era creyente, las trabajadoras del lugar, que solían ser monjas, me quitaron toda la fe del trato injusto que daban.
A principios de los años 60, al poco de conocer al que fue mi primer y único marido, me quedé embarazada. En la calle de O’Donnell, número 50 en Madrid se encontraba el Hospital Materno Infantil, donde iba yo a dar a luz. Me había enterado por unas amigas que una chica dio a luz y una de las enfermeras quería quedarse con el bebé. Seguramente con la intención de entregarlo a una familia. Por suerte, otra monja no le dejó que lo hiciese.
Una vez se me informó de esta historia, me quedé absolutamente absorta. Aun así, confié y permanecí entre sus paredes. Cuando nació mi hijo Ismael me dio una morriña, pero logré ver perfectamente cómo bajaba una monja con un hombre alto y bien vestido. “Usted no se preocupe porque tiene un hijo muy guapo. Si usted no puede criarlo me lo llevo y lo atiendo bien”, me propuso la trabajadora. A lo que yo le contesté: “Claro que va a estar bien cuidado, porque lo voy a educar yo”.
Me dieron el alta, cogí a mi bebé y no me despedí de nadie. Me fui echando leches. Al parecer el comercio que se traían entre manos era más oscuro de lo que nos podía imaginar en esos momentos. Solo se salvaba una –a las demás las denominaban “Sor Veneno”-, que valía mucho la pena: sor Concepción. Era buenísima y la mandaron a la región africana del Congo. Supongo que para hacer y deshacer a su antojo en aquel hospital, y así poder llevar a cabo sus artimañas libremente.
Con el recién nacido, me fui a vivir a un pueblo cerca del Jarama. Yo ya era ama de casa y me dedicaba a mi hijo y a los cuatro que vinieron después. Allí vivimos uno de los peores episodios de nuestras vidas cuando el río se desbordó y se nos inundó la casa hasta el punto de que nos tuvieron que rescatar y llevar a un coto de caza seguro. Justo siete días antes había nacido mi segundo hijo. Las pérdidas hogareñas eran grandes y el agobio era tremendo, pero logramos salir hacia adelante.
Pusimos rumbo hacia Rivas-Vaciamadrid, donde nos instalamos en una casa gracias a unos contactos. Semanas después, tocan la puerta sobre las 12:00h. Abrí y apareció un alguacil con camisa negra, guardia respaldado por las fuerzas de Mussolini. Pasaba a cobrarse el impuesto en tiempos de dictadura y le contesté de mala forma diciendo que “antes se lo daba al primer mendigo que viese”. Yo replicaba con facilidad. “¿Sabe usted lo que está diciendo?”, me advirtió el agente. Afortunadamente, no ocurrió nada. Otro susto más.
Y así pasamos los años hasta que mi marido enfermó. Le detectaron una serie de problemas en los pulmones y tomamos la decisión de movernos a Elche, porque el clima le iba a beneficiar. Así pues vendimos la casa madrileña y rumbo a un nuevo destino en busca de mejorar salud y confort, dejando a nuestra familia atrás.
Al año siguiente, en 1975, el 20 de noviembre se convierte de repente en fiesta nacional. Explota en las calles una gran alegría y júbilo. Todos respiramos hondo. Aún más cuando se produjo la ansiada Transición. Intentando olvidar todos los temores aunque en la maleta quedaban cenizas todavía por retirar. Siempre recordaré cuando a mi padre le dijeron de internarnos en un colegio en Argentina, Rusia o México, porque corríamos peligro. Él rechazó la idea: “La familia unida ante todo”. Recapitulando también me viene a la mente la imagen de cuando rebuscábamos en la basura, ya que no teníamos nada para comer y, sin embargo, los fascistas se guardaban la harina argentina para venderla a estraperlo[2]; o cuando me ponía a la cola de un local próximo donde repartían raciones alimentarias y como no dije el “¡Viva España!” me despacharon sin nada. Había mucho rencor pero a la vez necesitábamos pasar página y cerrar este doloroso capítulo de nuestras vidas.
Instalados en un piso de la zona que limita el Toscar con la avenida de las Cortes Valencianas, solo me quedaba luchar por darle el mejor futuro posible a mi familia. A ello me puse, porque ese mismo año, fui a reclamar varias cosas al Ayuntamiento.
La primera se trataba de obtener plaza escolar para mis hijos Ramón, Félix, Santiago, Javier e Ismael. Había cola y en cuanto llegué me contestaron secamente que no había colegios. No me moví de ahí, porque no soportaba que mis chicos estuviesen sin escolarizar. Yo no pude ir ni por la guerra ni por la situación que se desarrolló después y, por ende, no deseaba lo mismo para ellos. No los quería ver perder el tiempo en la calle, sino que se formasen en un centro docente público, no en uno privado como me sugirieron. No me lo podía permitir, ni iba a hacerlo. Allí me quedé hasta que firmé un papel con la inminente escolarización en el Colegio Público Virgen de la Asunción.
La segunda consistía en conseguir mis pastillas diarias para la tiroides. No había ni en Elche ni en Alicante. Fui a protestar y me afirmaron que era culpa de la política y ellos no podían hacer nada. Era mi vida y mi salud, así que fui día sí y día también hasta que lograron adquirirlas.
Unos años después, con la vuelta de Santiago Carrillo del exilio y la legalización de partidos, me afilié al Partido Comunista de España (PCE). No había apenas mujeres –y por fortuna eso ha cambiado- pero me sentía con la fuerza suficiente para que el papel de esta irrumpiese en política, visibilizar nuestra labor y traer la idea de que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos. En este sentido, acudí a charlas y asambleas del partido para aportar mi granito de arena. Enfocada en la justicia social, mantenía contacto con vecinos ilicitanos para intercambiar perspectivas sobre cuestiones como la falta de asfaltado, colegios, parques, etc.
Entretanto, mi marido seguía con su particular lucha contra la enfermedad, apoyado por mis hijos a los que les enseñaba a amasar, cocinar, fregar y todo lo que atañe a la limpieza del hogar, pero sobre todo a ser buenos y generosos. Lamentablemente, en 1993, perdió la batalla y falleció.
No me quedé en casa. Si algo tenía claro es que esto –y la jubilación a los 67- no conseguirían derrumbarme, al contrario, tenía que ser una persona proactiva y emprendedora. Lo juré y lo llevé a cabo. No paré de presentarme en concentraciones en las que participaba el PCE, en el cual había mucha unión entre sus militantes. Con ellos fui a la manifestación de Madrid bajo el lema “No a la guerra” en 2003. Allí se congregaron una cantidad ingente de personas, incluidos reconocidos artistas como Miguel Ríos o Víctor Manuel.
Aparte de esto, junto a mis compañeros comunistas, se planificó un viaje a Francia, Portugal, Italia, Mónaco y Cuba, donde me dieron la primera flor de mi vida. La gente de allí es muy sabia y me sorprendió el nivel de conocimiento de la historia de España, tanto política como artística.
Ahora la edad me limita para llevar a cabo ciertos propósitos y solo participo en contadas comidas del partido, donde se comparten ideas. El partido ya no es lo que era, por algunas trifulcas internas ya no estábamos ni cómodos ni unidos. Si hago falta para algo urgente sin dudarlo voy. Pero actualmente mi pasatiempo se basa en hacer sopa de letras; no perderme ni un programa de “Saber y ganar” de La 2 de TVE; y escribir poesía, sobre todo, reivindicativa.
Quiero vivir lo que me quede a tope. Con este pensamiento hice la siguiente poesía, al que no le he puesto todavía nombre:
Hacer el bien ante todo, / porque yo soy como un río de aguas bravas, / que baja por las pendientes. / Igual que mi juventud, / ninguno de los dos vuelve. / Mi juventud es el pasado, / mi futuro es el presente, / yo vivo positiva y alegremente / para poder ser útil a la gente. / A mis compañeros y familiares les digo, / vivid felices y contentos, / desde aquí os lo digo, / para no coger la depresión / que es nuestro mayor enemigo».
Como persona participativa de nacimiento que soy, en abril de 2018 se me otorgó el tercer premio en la segunda edición del certamen culinario Super Chef Senior, organizado por Escuela Municipal de Hostelería de Elche, por realizar un delicioso pastel de marisco al estilo Pilar. También recibí el diploma “Saber y haber llegado a ser mayores” de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Entre otros tantos.
[1] En España existieron unos 190 campos de concentración franquistas por los que pasaron entre 370.000 y 500.000 prisioneros desde 1936 hasta 1947.
[2] Negocio fraudulento. Podemos distinguir entre quienes lo tenían que practicar por pura supervivencia y quienes se enriquecían a expensas del hambre y las necesidades de gran parte de sus compatriotas durante la época dictatorial española.
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