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Ramón Benito, Julio

Enviado por Miguel Ors Mon… el
Datos biográficos
Fecha de nacimiento
22 de enero de 1924
Lugar de nacimiento
Monforte del Cid
Fecha de muerte
28 de septiembre de 1993
Lugar de muerte
Elche
Profesión
practicante

RAMÓN BENITO, Julio “Julio el practicante” (Monforte del Cid, 22-I-1924 - Elche, 28-IX-1993)

"Nació el 22 de enero de 1924 en Monforte del Cid, donde pasó los primeros años de su infancia, pero el destino como maestro de su padre, Julio Ramón Segrelles, a Elche trasladó su residencia, asentándose en la ciudad ilicitana muy pronto, donde transcurriría el resto de su vida. Primero vivió en la calle Comandante Ferrández, actual Carrer Mayor de la Vila, donde estaba ubicada la escuela en la que su padre impartía las clases, a las que él también asistió como alumno. Después, el domicilio familiar cambió, mudándose a una zona en las afueras de Elche, Hogar Jardín, donde viviría hasta contraer matrimonio. Obtuvo el título de bachiller tras superar lo que se conocía en aquellos momentos como “examen de Estado” en la Universidad de Murcia y después cursó sus estudios para obtener, en la Universidad de Valencia, el título de Practicante, denominación que en aquel entonces se daba a los posteriores ATS (Ayudante Técnico Sanitario) o a los actuales graduados en Enfermería. Cumplió el servicio militar en las milicias universitarias en los cuarteles de Ronda, primero, y Jaca después, de donde siempre contaba los rigores del clima que tuvo que soportar. El 14 de octubre de 1954 contrajo matrimonio con Angelina Pascual Maciá, primogénita de Vicente Pascual Tello, comerciante y asentador de frutas, estableciendo su hogar en un edificio en la calle que entonces se llamaba General Goded, y que luego cambió la denominación a Gabriel Miró. Fruto de su matrimonio fueron sus cuatro hijos: Julio, Angelina, Fernando y Vicente.

Como “practicante” surcaba las calles ilicitanas con su inconfundible Vespa, que sonaba de manera peculiar y característica entre los adoquines que precedieron al asfalto. Ese vehículo le transportaba de una casa a otra, a excepción de las dos horas diarias que pasaba consulta en el ambulatorio de San Fermín, en un recorrido que se prolongaba desde primeras horas de la mañana y hasta bien cerrada la noche. Era una dedicación que no entendía ni de domingos, ni de festivos, ni de jornadas de descanso, una verdadera cultura del esfuerzo, que dejó su impronta entre quienes le rodeaban. En ocasiones, por el tratamiento en cuestión, tenía que pinchar varias veces al día al enfermo, circunstancia que incrementaba su volumen de trabajo cuando la incidencia de los virus hacía estragos entre la población. También tenía en casa una reducida sala habilitada como clínica donde recibía, siempre en la misma franja horaria diaria, a aquellos que acudían a recibir el correspondiente tratamiento o a alguna cura de las heridas sufridas en percances diversos, amén de quienes padecían diabetes a los que tenía que inocular la correspondiente insulina que entonces no se la pinchaban los propios pacientes.

De carácter afable, siempre estaba dispuesto a buscar la sonrisa en sus visitas, como si tuviera que destensar un ambiente poco propicio. Sin embargo, provocaba auténtico pánico entre los más pequeños, que corrían despavoridos a esconderse en rincones y reductos en los que incrédulamente pensaban que estarían a salvo, cuando el timbre les anunciaba la llegada del practicante que les atemorizaba con sus jeringuillas. Un recuerdo que se ha quedado en el imaginario colectivo y que todavía rememoran aquellos que vuelven a bucear en el pasado de su infancia.

El ritual se repetía de forma sistemática en cada visita a cada enfermo, ya que los inyectables de un solo uso llegaron a utilizarse masivamente cuando su trayectoria profesional entraba en su recta final. De su pequeña cartera sacaba las jeringuillas de cristal al uso y, con el alcohol como combustible, las desinfectaba al fuego antes de introducir en ellas el contenido de los fármacos que inyectaba de inmediato en los pacientes. Un proceso en el que apenas transcurrían escasos minutos antes de emprender de nuevo su camino en dirección a su siguiente destino. El recorrido lo había organizado la noche antes para que primara la eficiencia, teniendo en cuenta el horario, las necesidades de los pacientes, la proximidad de cada domicilio al que tenía que acudir e improvisando sobre la marcha cómo atender aquellos nuevos avisos que se iban sucediendo a lo largo de la jornada a través de llamadas telefónicas o de forma presencial. 

Julio Ramón Benito fue, al margen de su vida profesional, parte de la historia del deporte ilicitano al haber estado encuadrado, a principios de los años 40 del siglo XX, en el primer equipo de baloncesto que se configuró en la ciudad, junto a otros componentes entre los que se encontraban Antonio Serrano, Tomás Soler, Miguel Espinosa, Latour, José Agulló y Rafael Niñoles. El conjunto ilicitano, como campeón provincial, se enfrentó en 1943 al Barcelona en un doble choque donde lo de menos fue el resultado (la abultada doble derrota fue inapelable), ya que el haber llegado hasta ahí fue todo un éxito en aquel entonces.

Esa pasión por el deporte la tuvo también como aficionado, siendo uno de los fieles seguidores del Elche C.F. en su época gloriosa desde la década de los sesenta hasta la de los ochenta, no solo en el campo de Altabix o en el Nuevo Estadio (denominación inicial del Martínez Valero) sino también acompañando al equipo en aquellos desplazamientos más cercanos (Madrid, Valencia, Granada, Salamanca,…), siempre y cuando sus quehaceres profesionales se lo permitieran y estando presente al igual que miles de ilicitanos en el Santiago Bernabéu en la histórica final de Copa que el equipo franjiverde disputó contra el Athletic Club de Bilbao.

Participó en la Semana Santa ilicitana en su juventud, siendo uno de los nazarenos de la Cofradía de la Negación de San Pedro y también estuvo presente en la recreación en los inicios de la década de los años cuarenta, de la Venida de la Virgen en la playa del Tamarit de cuya Sociedad fue uno de los socios protectores hasta su fallecimiento, siendo uno de los miles de ilicitanos que frecuentemente participaba en la romería que trasladaba la imagen de la patrona que acababa de “llegar” por el mar. 

Con motivo de su jubilación, la Junta de Gobierno del Colegio Oficial de Ayudantes Técnicos Sanitarios y Diplomados en Enfermería de Alicante, le nombró Colegiado Honorífico a Perpetuidad y le otorgó el Diploma de Honor de la Profesión en un acto que se celebró en la sede provincial de la entidad, en el mes de marzo de 1990. 

Falleció en Santa Pola a los 69 años, el 28 de septiembre de 1993, como consecuencia de una enfermedad, que se lo llevó en muy pocas semanas desde que dio la cara y sin dejarle prácticamente disfrutar de una jubilación que bien se había ganado a lo largo de su entregada vida profesional".  

Fernando Ramón

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