Datos biográficos
Nueve son las comarcas que forman la provincia de Alicante. En el extremo sur de esta, limítrofe con la Región de Murcia, se encuentra el Baix Vinalopó, conocida también por el nombre de Vega Baja. Popular por ser denominada la zona de regadío más importante del área alicantina, obtiene su riqueza gracias al agua proveniente del río Segura. A la ladera de este afluente, que discurre también por Jaén, Albacete y Murcia, se alza mi pueblo, Formentera del Segura.
Allí, un 28 de mayo de 1945, nací y crecí junto a las mejores personas que podía tener al lado: Rosario “La Cacarina” y Pepe “El Perdi”, mis padres. De ahí, que me llamasen Charo “La Perdigona”. Nobles y bondadosos. Fueron el ejemplo perfecto de tenacidad y perseverancia ante los enigmas que presentaba la supervivencia de los años próximos. Hace nueve años sufrí un duro revés. La luz de mi hermano Francisco “El Perdigón”, compañero de batallas, se apagó. Uno de los más íntimos apoyos, ya que mis dos consanguíneas fallecieron siendo pequeñas por causas que desconozco.
Toda mi familia decidió establecer, o más bien consolidar –como era tradición-, su base en el pueblo. Vivimos en una casa de dos plantas cerca de la carretera y justo detrás teníamos la vivienda de mi abuela. Las noches de Navidad siempre las celebrábamos allí y después nos dirigíamos a misa todos juntos. No había miedo durante la época franquista, dejábamos las ventanas y puertas totalmente abiertas. El que la hacía la pagaba. Pero en mi casa no hubo problema con ello. Éramos personas sociables, y parte de mis afines igual. Les traía sin cuidado el tema.
Mi padre se dedicaba a la venta de abono, la compra de trigo y algodón…era un hombre que se inmiscuía entre las distintas facetas de la agricultura; mi hermano apostó por el sector de los transportes, conduciendo camiones; y mi madre, como era común por aquella época, se le asignó la ocupación de ama de casa. Valores, educación y, sobre todo, me inculcó la importancia de coser y bordar. Tuvo bastante paciencia con lo intranquila que yo era. Eso sí, hacía comidas y dulces dignos de una chef de varias estrellas Michelin. Extraño era el día que no sentías gran placer al meterle bocado o cucharada a una de sus delicias. De hecho, recuerdo con máxima nitidez el día que el cura del municipio se presentó en mi casa y ella le cocinó unos salmonetes al horno. Enseguida este declaró de buenísima gana que “nadie se los comiese, que él solo se bastaba para terminar con aquel manjar”.
Mientras tanto, yo disfrutaba llenando mi libreta de dibujo con mis “garabatos”. Me apetecía explotar mi faceta artística. Además, me llamaba la atención la función de la máquina de escribir. Tristemente no teníamos mucho más a lo que aferrarnos para distraernos después de una intensa jornada escolar. Allí descargábamos toda nuestra locura. Existía un solo colegio, actualmente denominado Juan Carlos I, donde las trastadas e inocentadas sucedían continuamente. Los profesores carcajeaban bastamente. Éramos pequeños y nos dejaban hacer, porque comprendían la importancia de jugar en aquel lugar (¿dónde lo haríamos sino?). Nos conocían por los “mocos”, que se atrevían a asustar a sus compañeros poniéndole una especie de calavera en las mochilas.
Esta pillería venía de mi padre, quien se convirtió en mi ojo derecho. Lo daba todo por la familia. Siendo pequeño mi hermano, fue a cruzar la carretera, que no estaba asfaltada todavía, y se quedó a metros de ser atropellado por un carro de caballos. Entonces ocurrió un grave percance, que acompañó durante el resto de mi vida a mi progenitor. Este se lanzó a apartar a su hijo, para que no fuese arrollado, con la mala suerte de que le alcanzase la varilla de freno del carruaje y se le clavase en el pecho. Inmediatamente le operaron, quedándose sin un pulmón y parte de las costillas.
Acudía al preventorio[1] varias veces al mes. Yo lo llevaba con la moto, sin haber obtenido el carnet de conducir y sin que me llegasen los pies al suelo. Por suerte mi padre conocía a los guardias civiles que patrullaban por allí. En una de las ocasiones, pasamos por delante de ellos y me dijo que “me metiese por el costao’”, refiriéndose a la parte de la carretera donde estaban las acequias. Él arrastraba los pies por la tierra y esto producía una gran polvareda, dificultando el trabajo del cuerpo policial. Guasa, mucha guasa. Él tenía facilidad para relacionarse y, además, era uno de los pocos en poseer un coche. Por ello, la guardia civil lo buscaba, con el objetivo de ayudarles a llevar a detenidos durante la posguerra española.
Cuando falleció mi padre, yo tenía tan solo 14 años. A esa edad abandoné el colegio para ocuparme de la recogida de algodón en nuestra particular huerta. Me montaba en el caballo o la vaca, que ayudaban a pisar la tierra, y ese era el resumen del trabajo en mi adolescencia. Asimismo, lo compaginaba con mi cometido en la fábrica de conservas del vecindario. Con 19 años recién cumplidos, mi madre y yo decidimos cambiar de destino y nos mudamos a Elche en busca de mayores oportunidades. Mientras tanto, mi hermano emigró a Alemania junto a su mujer.
En la ciudad ilicitana todo era distinto. Los aires de libertad con los que se salía fluían por su ausencia. De todas formas, mi intención no tenía nada que ver con esa sino la de buscar faena. Precisamente en unos días, ya me hallaba sentada como aparadora en una fábrica de calzado de Altabix. Después de un corto periodo en ella, contacté con la empresa de zapatos de Viviano Alarcón, situada en la Plaza de España, cerca de la actual sede del Partido Popular de Elche. Seguía teniendo poca idea de ello, pero me amoldé y terminé fabricando muestras para tiendas de Palma de Mallorca. Terminaba la jornada aturdida –ni más ni menos que nueve horas frente a la máquina de aparar-, pero resultaba amena gracias a las amistades que se entablaban, cuyas tertulias sociales y de ocio llenaban el espacio de un peculiar jolgorio. Así pasé nueve años hasta que, cerca de 1973, me examiné para ser policía.
En el Ayuntamiento, examinando para entrar como miembro de seguridad, estaba la célebre “Angelita”, quien me preguntó, entre varios asuntos, por nombres de escritores y enumeré muchos hasta el punto de ocupar una página entera. Uno de ellos fue Gustavo Adolfo Bécquer. Me resultó tan extraña la cuestión que se me ha quedado bien marcada en la memoria. Tras superar varias pruebas, entré al cuerpo de la Policía Local de Elche, donde había 5 o 6 mujeres a lo sumo –gran diferencia con la actualidad, ya que supera la cifra de 80-, provocando un tremendo alboroto en mí que prosiguió durante años. Mi buen trabajo como agente me valió para que fuese posible la concesión de distintos reconocimientos por parte de la institución gubernamental, entre otras. Mi casa está llena de placas conmemorativas. De hecho, tengo un armario de cristal abarrotado.
Guardo anécdotas de todo tipo de esta época. Pero siempre se me vendrán a la mente dos. La primera se trata de una persona, con síntomas de haber ingerido sustancias, que había aparcado un coche encima de la acera de la calle Barrera. Llamamos a la grúa, y en cuestión de momentos, se dio cuenta. Salió apresurado de un local y se subió al vehículo con ciertas dificultades. Arrancó, metió la marcha y nos embistió. Al apartarme, mi dedo resultó herido. Me tuvieron que poner una férula en una clínica de Ciudad Jardín, pero las molestias no cesaron. De hecho, sigo sintiendo dolor, sobre todo en invierno. No obstante, lo soporto bastante.
Otra cosa aparte son los episodios protagonizados por una ingente cantidad de insultos. Durante unos años, conduje la grúa municipal. En una ocasión paré en la calle Camilo Flammarion para proceder a remolcar un automóvil cuando el dueño, con aires de grandeza, afirmó que era amigo del alcalde –en ese momento estaba en el cargo Diego Maciá- y que lo iba a llamar para aclarar la situación. A este le respondí adecuadamente: “Me parece muy bien, pero si quiere el coche tiene que pagar el enganche y la multa. Llame a quien usted crea conveniente”. Era obvio que llevaba las de perder y, finalmente, lo abonó.
Dos años después de mi entrada al cuerpo, en 1975, fallece el dictador español Franco. En ese momento nos vimos acongojados por el clima de tensión que se aventuraba. Nos turnábamos para descansar en nuestra oficina. De una forma similar se vivió el golpe de Estado de 1981 (23F). Me hallaba de servicio en Cartagena. El teléfono sonó y apresuradamente mi compañero y yo tuvimos que abandonar nuestro cometido para dirigirnos vertiginosamente a Elche. Un recorrido en el que se suele tardar 90 minutos, lo hicimos en cuatro largas horas. Cada pocos kilómetros había controles policiales y, por seguridad, nos detenían. Pero fueron segundos, ya que enseñando la placa de agente te permitían el paso contestando: “Tira, tira deprisa”.
En cuanto llegamos a la urbe ilicitana, nos reunimos en el emplazamiento de la Policía Local, cerca del río Vinalopó, a las 19:00h. Llamé a mi madre para avisar de la situación y para pedir su colaboración, puesto que, después de unas horas, fui consciente de la falta de indumentaria para los días posteriores. Fueron 48 horas de desasosiego, sin apenas poder movernos de ahí. Yo cumplí con mi labor en la emisora. La mesa temblaba. Tenía todas las emisoras operativas y se escuchaban los tanques patrullar. Me sobrecogí por el revuelo formado al igual que mis compañeros, quienes permanecían en alerta y no pegaban ojo por lo que pudiese ocurrir. Recuerdos, que forman ya parte de mi pasado.
Y es que la vida se divide en etapas. Hace casi una década me jubilé debido a que no podía continuar en la brigada policial. La eché de menos. Y lo sigo haciendo. Mucho más después del fallecimiento de mi hermano y mi madre. Mi rutina era la siguiente: me levantaba normalmente a las 07:00h; desayunaba; me venía al grupo popular hasta las 13:00h; comía en la cantina de la policía; patrullaba; y solo pisaba mi casa para dormir. Era normal que durante mi primer año de retiro, descolgara el teléfono a la costumbre de “Policía Local, dígame”. Fueron cerca de 36 años trabajando. Pero yo deseaba más. En efecto, pedí poder reengancharme, no obstante las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado no me lo permitieron.
Y, efectivamente, como un ser dinámico e inquieto que me considero, decidí emprender otro camino distinto al que llevaba: formar parte del Partido Popular ilicitano, en esta ocasión de una manera más activa. En 1986 me afilié al Partido Popular de Manuel Ortuño, proporcionándole mi apoyo, pues tras mi jubilación podría dedicarle mayor tiempo y empeño.
He asistido a muchas conferencias y mítines durante el siglo XX. En los años 80 presencié, por primera vez, una de las conferencias de Manuel Ortuño en la Plaza de la Glorieta de Elche. Ahora ya no suelo ir, porque he sido operada de la pierna un total de siete veces y ello me complica acudir a eventos, más bien los organizo. Siempre y cuando lo requiera la formación, contacto con gente para reunirlos en el espacio asignado, sin embargo esa obligación no se me ha impuesto.
Mi labor actual es la de abrir la sede del PP, atender a las personas que vienen de la mejor manera posible y si sucede algo llamo a quien corresponda para ponerles sobre aviso. Soy recepcionista, porque quiero, me gusta y me hacen sentir cómoda. Asimismo, como jubilada que soy, es una forma de distracción, ya que conversas con diferentes sujetos a lo largo del día. Esta es la casa de todos. Antes me marchaba por la tarde, pero le dije a Pablo Ruz que no estaba en buenas condiciones para alargar tanto la jornada. No aguanto, así que suelo terminar sobre las 14:00h. Luego, por la tarde, abren ellos.
Y no, no cambiaría mi función dentro del partido. No me gustaría, por ejemplo, entrar en la ejecutiva local y optar a una concejalía. Nunca la he querido. Sé lo impulsiva que soy y me perdería. Efectivamente tuve la oportunidad con Mercedes Alonso, con quien mantenía una preciosa amistad, de entrar en la lista electoral, pero le manifesté mi negación. Aun así, me puso de las últimas. Pero sabíamos que la probabilidad de salir como edil era muy baja, casi nula.
Tanto mi madre como mi hermano apoyaban al PP. Ellos siempre afirmaban que “en todos los partidos se cocían habas”, pero no pensaban por ello apartarse de sus principios y cambiar de formación; los que lo hagan mal, que lo paguen, porque ante la justicia a todos se nos debe de juzgar por igual. Sin embargo, esto no debería empañar el trabajo de todas las personas que la conforman, entre ellas yo.
Así soy feliz, pero no me disgustaría volver a Formentera del Segura, el pueblo que me vio nacer. Aunque voy muy a menudo a ver a mis amigos de la infancia, añoro la diaria sensación de frescura que siento cuando regreso a las que fueron mis raíces.
[1] Edificio destinado a prever el desarrollo o propagación de afecciones.
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