Datos biográficos
CASIMIRO ELENA, César (Madrid, 13-I-1965 - Elda, 19-V-2020). Licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid(1988). Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid dentro del programa de Filosofía Práctica con la tesis La doctrina del término medio en Aritóteles (1998), con la calificación de Cum Laude por unanimidad. Profesor de Enseñanza Secundaria (funcionario en excedencia desde el año 2007). Coordinador de Magisterio en el curso 2009-2010 y vicerrector del Centro de Elche de la Universidad Cardenal Herrera CEU desde el curso 2010 al 2015. Subdirector del Instituto de Derecho y ëtica Medioambiental (IDEA) de la UCH. Miembro de la Comisión de Doctorado del programa de Derecho y Ciencias Políticas de la UCH. Profesor de Antropología Filosófica y Religión Cultura y Valores en el Grado de Magisterio Infantil y Primaria, así como de Doctrina Social de la Iglesia y Bioética en la titulación de Enfermería en la UCH. Profesor acreditado como Profesor Doctor de Universidad Privada. Realizó estancias de investigación en la Uniersidad de Bonn en los cursos 2014 y 2015 en torno a la ética aristotélica. Su labor investigadora se centró en torno a la ética aristotélica, con capítulos de libros como "El papel de las pasiones" "Dignidad y vejez en la ética aristotélica"; "La problemática del libro de la ëtica Nicomáquea"; "Dimensiones axiológicas de la doctrina de la virtud aristotélica"; "Una visión no inclusiva de la doctrina de la virtud aristotélica"; "La ética aristotélica como precedente de la ética material de valores: la lectura de Nicolai Hartmann"; "El teleologismo eudemonista aristotélico: alcance y vigencia". Participó en distintos proyectos de investigación, siendo investigador principal del proyecto ""Ética de las capacidades y desarrollo sostenible: Horizontes teóricos y prácticos de la justicia medioambiental" (Generalitat Valenciana. GVPRE/2008/074). Uno de sus últimos proyectos fue en la Universidad Pontificia de Salamanca: ""Estudio y traducción anotada del comentario de Aspasio al libro primero de la Ética Nicomáquea de Aristóteles". Con amplios conocimientos de alemán, francés y valenciano.
FUENTE: Universidad Cardenal Herrera-CEU de Elche.
Un gran profesor y un magnífico compañero. Regalaba afecto a todos los que le rodeaban. Un apasionado de la enseñanza, con mucho sentido del humor, capaz de ponerse su camiseta del Atlético de Madrid por debajo de su traje académico. Una de sus grandes aficiones era la bicicleta y con ella murió, demasiado prematuramente. Todo un honor haber sido su compañero.
Miguel Ors Montenegro
CESAR CASIMIRO: In memoriam
Higinio Marín Pedreño
Conocí a Cesar a mi llegada al CEU de Elche en 2006, sede de la Universidad Cardenal Herrera CEU, cuyo campus central está en Valencia y cuenta con una tercera sede en Castellón. Recuerdo que como éramos colegas, los dos profesores de filosofía y los dos doctorados con tesis sobre Aristóteles, esa circunstancia estableció una particular cercanía inicial. Cesar había hecho su tesis en 1998 en la Universidad Complutense de Madrid (donde se licenció en filosofía en 1988) sobre la doctrina del término medio en la Ética aristotélica.
Además, los dos habíamos nacido en 1965 con apenas dos semanas de diferencia y en Madrid. Y después de muchas vueltas, los dos habíamos ido a parar a Elche como profesores de filosofía. Yo era vicerrector del campus de Elche cuando Cesar pidió una excedencia en el Instituto de enseñanza media de Elda y se incorporó a la universidad con dedicación completa en 2007, por iniciativa del Instituto de Humanidades Ángel Ayala, del que dependía la docencia en materias filosóficas que se impartían en todas las titulaciones.
Como luego me recordaría muchas veces, Cesar había leído mi tesis (Eunsa, 1993) como parte de las lecturas preparatorias para desarrollar la suya propia. De vez en cuando, entre elogios cariñosos, me reñía por no haber vuelto a escribir una monografía al estilo académico sobre otro autor o sobre algún otro asunto en el propio Aristóteles. A Cesar le gustaba el modo académico de hacer filosofía ceñido a estudios de asuntos particulares, bien documentado y con garantías de estilo y método. Escribió y públicó muchos trabajos de ese tipo, sobre todo acerca de Aristóteles y su ética, e impartió seminarios en la Universidad de Bonn sobre esas mismas materias. Aprendió alemán hasta ser capaz de impartir dichos seminarios, para los que se establecía en Alemania durante dos o tres semanas.
Siempre regresaba de Alemania admirado de lo mucho de valioso que encontraba en aquel país y en su sistema universitario. Su admiración no era ingenua, pues veía con sentido crítico y realista las situaciones. Pero aquellas estancias académicas avivaban su reformismo y exigencia crítica para con nuestro país. Cesar era hijo de familias de la vieja Castilla y se sentía muy español, pero sin inflamaciones patrióticas, más bien como los hombres del 98, tenía una preocupación española por mejorar el nivel cultural, educativo, moral y cívico de nuestro país que le llevaba del desengaño -a veces un poco mordaz y ácido, como era su humor-, al empeño corajudo por no cejar en lo que de él dependía.
Y dependió mucho porque en 2010 fue nombrado Vicerrector del Centro de Elche por el rector José María Díaz, cargo que siguió desempeñando con la rectora Rosa Visiedo, hasta que cinco años después fue nombrado delegado de la rectora para las áreas y titulaciones de ciencias de la educación, junto con otras responsabilidades en esas mismas áreas. Y en todas esas responsabilidades continuó ya bajo el rectorado de Vicente Navarro de Lujan. Cesar desempeñó todos esos cargos con entrega rebosante y con la misma vitalidad generosa que ponía en casi todo. Apreciaba mucho a sus rectores, José María Díaz, Rosa Visiedo y Vicente Navarro, y me consta que todos le apreciaban con enorme afecto personal y que lo tenían y tienen por amigo entrañable.
Cesar no era fácil de gobernar pero se hacía querer. De ordinario reflexivo y mesurado, aunque constantemente socarrón con una crudeza graciosa e inteligente, de vez en cuando, como llevado de montura espantada, arremetía por la directa allanando lindes, sembrados, huertos ajenos, amistades y colegas, llevado de un ímpetu explosivo para enderezar algún entuerto y evitar atropellos. Hacía, en efecto, de Quijote, pero no necesitaba Sancho Panza porque con su propia sensatez y modestia se reconvenía a sí mismo cuando de nuevo se retiraba la marea. Y a pesar de todo era obediente y leal con sus rectores, que sabían que tenían a alguien valioso y capaz en sus equipos.
De ahí que, si bien siempre presumió con orgullo noble de castellano viejo y de la austera sobriedad de sus gentes, como el mármol, tenía vetas anchas -muy anchas- de “frutal dinamita”, que es como Miguel Hernández definió a los hombres de las mías.
Cesar era un hombre inteligente, apasionado, generoso, con sentido práctico, que lo iba perdiendo todo por donde pasaba, que asumía los problemas ajenos como propios y los peleaba con tesón, que ponía toda su vitalidad en lo que llevara entre manos y que, casi de continuo, añoraba poder dedicar más tiempo al estudio y la lectura. Pero, pese a ser un lector empedernido, curioso, culto y sensible, yo creo que la forma de su vitalidad era tan sociable, comunicativa y expansiva que no habría podido retenerse de continuo en la soledad.
Ya fuera en la Universidad o en plena calle, Cesar iba saludando a estudiantes con los que se detenía y de los que con mucha frecuencia tenía algo que contar con admiración; y es que era ‘partidario’ suyo, estaba a su favor y en su beneficio de una manera espontánea, porque, creo yo, Cesar era sobre todo un hombre con vocación por la educación. Por eso no había en él ninguna distancia académica que lo encerrara en su ámbito de estudio y que lo apartara de la dimensión personal de la educación, también la universitaria. Y sus alumnos, como han manifestado de manera multitudinaria y conmovedora, lo percibían y se lo agradecen con reconocimiento espontáneo.
Sus clases, cuentan sus alumnos, eran atractivas, interesantes, personales. Su docencia era provocativa e inteligente y suponía el centro de su dedicación diaria. Como lo eran los estudiantes dentro y fuera del aula. Cesar era un profesor de raza y no le hacía falta esforzarse, porque era su inclinación interior dominante. Por eso compartió tan intensamente sus ilusiones en la facultad de magisterio del CEU con todos sus compañeros, y en especial con su vicedecana, María.
Conversador brillante y amistoso convertía los pasillos y los dinteles de las puertas en foros íntimos al que estaba invitado el que pasara por allí, a sabiendas que el destino de occidente, Max Scheler, las maldades cegatas del pedagogismo, la irreconducible vulgaridad del emotivismo, la crisis pastoral de la Iglesia y la cadencia suicida del sistema universitario español se alternarían con la arrebatadora belleza de los trópicos y sus pobladoras, el atleti, las dietas veganas y sus estragos, y la opción preferencial por la carne de buey o la heterosexualidad sin contemplaciones.
Cesar te hacía reír hasta de lo que creías que no debía ser dicho porque su humor era el ejercicio de un exceso de efectos sutiles, desenmascaradores pero amistosos.
Pero ese hombre inteligente, culto y brillante, cuya presencia se hacía notar, se infligía con frecuencia el daño de minusvalorarse intelectual y académicamente. Y yo no era capaz de desactivar ese hábito injustificado. Recuerdo una ocasión, en medio de un seminario de estudio de la obra de Freud, en el que participábamos los dos junto a su admirado y querido Pedro Jesús Teruel (hoy Titular de Filosofía en la Univ. de Valencia), y al que más adelante se incorporó su muy querido Jacobo Negueruela, recuerdo, digo, sorprenderme de que el azar -y, de hecho, dudar y preguntarme si habría sido el ‘azar’- me hubiera puesto ante estudiosos tan capaces.
Cesar era crítico consigo mismo, a veces, duramente. Pero no era esa la preocupación que ocupaba el centro de su corazón y, con mucha frecuencia, de sus conversaciones, tanto las que teníamos a solas como las que compartíamos con Enrique Centeno y Paco Sánchez, sus entrañables amigos y compañeros en las responsabilidades de gobierno en el CEU (ninguno de los dos podía dejar de llorar inconsolablemente mientras intentaban darme la noticia). El lugar donde podías encontrarlo a él llevado a su verdadero centro eran sus hijos Blanca y Pablo, y María, su mujer. No había nada en este mundo que Cesar amara más, ni más intensa, entregada y apasionadamente.
Nos describía sus caracteres, sus potencialidades, y toda clase de rasgos que nos los hacían -y me los hacen- sentir cercanos, cosa nuestra y familiar. Me conmovían entonces y lo vuelven a hacer ahora las veces que con arrepentimiento me contaba las cosas que creía haber hecho mal por su carácter y en relación con ellos. Yo le correspondía con mis propias confidencias. Y los dos nos consolábamos de no saber estar a la altura ni siquiera del bien de los que más amábamos. Nos mirábamos con compasión el uno al otro y aprendíamos a ser un poco más indulgentes con nosotros mismos y menos con nuestros defectos y debilidades.
En esas y otras ocasiones contaba Cesar que su conversión a un cristianismo más consciente se había fraguado de joven en la parroquia de su barrio madrileño. Era hombre de fe y piedad imposible de confundir con la beatería, porque, como en todo, su sentido crítico era atronador y sufría con lo que describía como la declinante vitalidad de las parroquias, la mediocridad intelectual y espiritual de mucho clero, y, en suma, con la dificultad de componer espacios de vida cristiana. Pero festejaba expansivamente cuando un puñado de sus estudiantes acudía a una celebración en la Universidad.
Durante el confinamiento Cesar pudo volver a leer y estudiar vorazmente, a hacer deporte y dar largos paseos con María. Se sintieron regresar a los tiempos de su juventud, cuando se conocieron y Cesar estaba en paz, tranquilo, contento. Se lo noté en el tono de la voz y en la conversación alegre y relajada que tuvimos la última vez que me llamó.
Cesar murió antes de ayer, 20 de mayo de 2020, de un infarto que notó mientras hacía deporte en su casa, y del que no lo pudieron recuperar en el hospital. Tenía 55 años. Era mi amigo y su muerte me pone, otra vez, ante el escándalo de la desaparición de las personas y de la descomposición de sus vidas (y de sus cuerpos). Espero de verdad en la resurrección de los cuerpos de manos de nuestro Dios, y que nos deje volver a vernos, y de verlo yo feliz con su familia, haciendo reír a hombres y ángeles por las esquinas de la casa del Padre. Y no es un decir: lo espero.
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