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Barral Arranz, Fernando

Enviado por Juan Martínez Leal el
Datos biográficos
Fecha de nacimiento
19 de abril de 1928
Lugar de nacimiento
Madrid
Fecha de muerte
4 de mayo de 2000
Lugar de muerte
La Habana
Profesión
Médico
Militancia
PCE

BARRAL ARRANZ, Fernando (Madrid, 18-IV-1928 - La Habana, 4-V-2000) fue un médico, escritor y sociólogo español. Hijo del escultor Emiliano Barral, muerto en el frente de Usera en las primeras semanas de la guerra civil.  Cuando tenía diez meses Fernando sufrió un dramático accidente al caer con su madre, Elvira Arranz, a las vías del Metro madrileño. Ambos sobrevivieron, pero su madre sufrió graves heridas y la pérdida de una pierna. ​ Pasó su infancia en la gran casa-taller que los Barral tenían en Madrid y estudió en el Instituto Escuela,  en el ambiente pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza. Fernando pasó gran parte de la guerra con su madre y otras familias en una casa del campo de Elche, de su abuelo Isidro, según sus propias palabras “felizmente  asalvajado”. Con 10 años se exilió con su madre en el carguero African Trader el 14 de marzo de 1939, que los llevó a Orán, en la Argelia colonial. Cuando pudieron desembarcar, las mujeres y los niños fueron alojados en la antigua Prisión Civil. De allí fueron transferidos por breves semanas a una residencia escolar de verano La Mer et  Pins, que desalojaron para ir a parar al  campo de concentración de Beni Hindel en Ain el Turk, al sur de Orleansville, en donde las maestras refugiadas crearon una escuela. A través de su tío materno,  residente en Argentina y con la ayuda del SERE, su madre  pudo conseguir un visado, marchar hasta Burdeos y embarcar  en la célebre expedición del Winnipeg, el 4 de agosto de 1939, que los desembarcó en Valparaíso en Chile donde los recogió su tío Fernando Arranz, para trasladarse a Argentina, a la ciudad de Córdoba. 

En Argentina, Fernando tuvo una adolescencia tranquila hasta  que en 1944, ya estudiando Medicina, ingresó en la Federación Juvenil Comunista. Fue detenido y encarcelado en pleno Peronismo, a finales de los cuarenta y - como extranjero que era-  deportado a Hungría, evitando así  “la deportación al país de origen a los extranjeros indeseables”; es decir, a la España franquista. En Hungría, tras una etapa de trabajo voluntario en  una fábrica, ingresó en  1952 en la Facultad de Medicina sin  apenas conocimiento del idioma. Superó todos los escollos académicos, trabajando  como traductor simultáneo en el Consejo Mundial de la Paz, lo que le permitió viajar por medio mundo. Una vez estabilizado, trajo a su madre Elvira y  se casó con Isabel Dubecz, con la que tuvo una hija. Comenzó a relacionarse con la comunidad de sudamericanos residentes en Budapest, que con el tiempo resultaría decisivo en el siguiente capítulo de su vida. Por fin, en 1955 obtuvo el título de Doctor en Medicina. Participó en la manifestación masiva del 22 de octubre de 1956 que acabó con el Gobierno húngaro hasta que en 1957, unos meses después, 'las aguas volvieron a su cauce con János Kádár y la ayuda de los tanques rusos”.

Con el triunfo de la Revolución Cubana, llegaron a Budapest las primeras delegaciones de la isla caribeña. En diciembre de 1960, recibió una carta escrita  con letra menuda,  que decía así:​

"Querido Fernando: Sé que tenías dudas sobre mi identidad, pero creías que yo era yo. Efectivamente, aunque no, pues ha pasado mucha agua bajo mis puentes y del ser asmático, amargado e individualista que conociste, queda el asma. Me enteré que te habías casado. Yo también, tengo dos hijas, pero sigo siendo un aventurero, solo que ahora mis aventuras tienen un fin justo. Saludos a tu familia de este sobreviviente de una época pasada y recibe el abrazo fraterno de “Che” que tal es mi nuevo nombre”

Con la ayuda del Che Guevara, compañero de la escuela y la universidad, pudo viajar a Cuba, donde trabajó como médico e investigador social, realizando una fecunda labor en el campo de la psiquiatría y sociología, pero también con frecuentes enfrentamientos con la burocracia soviético-cubana. Casó en segundas nupcias y tuvo dos hijos varones. Su casa habanera estuvo siempre abierta a las tertulias y el diálogo “a la sombra de la bandera tricolor”. 

En 1998 recuperó su nacionalidad española y visitó por primera vez España desde su salida en  1939. Su primer acto fue visitar la tumba de su padre. 

Fuentes: Fernando Barral Arranz: Mis vidas sucesivas. Recuerdos y destino de un niño de la guerra, ediciones La Memoria 2010.La Habana/ Necrológica de Pilar Nova  Melle, en https://especialidades.sld.cu/psiquiatria/2020/05/14/fallece-el-profesor-fernando-barral-arranz/ Enciclopedia Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Fernando_Barral

 EN EL CAMPO DE ELCHE: EL “BANCAL” DEL ABUELO ISIDRO. 

“Por ese entonces y debido a los bombardeos, vino la evacuación de las mujeres y los niños. Mi madre y yo fuimos a Levante, al bancal que tenía mi abuelo Isidro cerca de Elche, en donde se nos unieron otros familiares, entre ellos mis primos Tenio y Antina, Lucita y Conchita, y doña Isa, mi abuela paterna. También llegó el tío Blas, tío abuelo nuestro, que tocaba la guitarra y nos enseñó muchas canciones. A mis primos no volvería a verlos hasta fines de los años 90, cuando viajé por primera vez a España, desde mi salida. Elche era famosa, entre otras cosas, por la Palmera del Cura, una palmera alta y ramificada, y por un antiguo busto llamado La Dama de Elche. El bancal estaba situado en una zona muy fértil, poblada por pequeños propietarios, campesinos que vendían sus productos en Elche, pero subsistían con dificultades y carencias. Nunca me olvidaré de la imagen de un matrimonio y dos hijos comiéndose entre todos un huevo frito, que iban untando con rebanadas de pan cortadas de una inmensa hogaza. El bancal estaba casi a mitad de camino entre Elche y la playa de Santa Pola, y mi abuelo tenía varios olivos e higueras, y cultivaba diversas frutas y verduras. Había construido dos casas, con yeso, aunque tenía que traer el agua en cubos desde cierta distancia. Su idea era construir siete casas, una para cada uno de sus hijos vivientes. También había dos huecos grandes, en uno de los cuales pensaba construir dos piscinas. Una vez fuimos a la playa de Santa Pola, andando, y recuerdo perfectamente los calambres que tenía al regreso. Me parece que en aquella ocasión estaba mi padre, o mi tío Alberto, con nosotros (uno de los dos), el caso es que admiré lo lejos que se había ido nadando. No sé si sería influido por esta vívida imagen, pero ya viviendo en Cuba me gustaba nadar mar adentro. Una de las cosas que más nos emocionó en el bancal fue cuando cavamos una cueva en la pared del hueco, cerca de la casa; la hicimos mis primos y yo, con pequeñas azadas, dirigidos por el abuelo. Cabíamos todos en ella y nos reuníamos allí todos los chicos a jugar a las cartas, disfrutando del frescor que había dentro. Don Isidro era muy pintoresco, vegetariano y naturista, y seguía al pie de la letra las ideas corrientes de estas doctrinas, sobre todo de la escuela alemana. Pero, aunque solo tenía una educación elemental, había leído mucho y tenía un espíritu de investigador nato: experimentaba en sí mismo la dieta ideal, para lo cual se pasaba comiendo, por ejemplo, nada más que tomates durante una semana, para ver si le sentaban, y así con otras verduras y frutos. Luego iba mezclando dos de ellas para ver los resultados (las «compatibilidades» de la doctrina naturista), y todo, la digestión, por ejemplo, lo iba apuntando meticulosamente en sus cuadernos. Mirándolo bien, en realidad eran experimentos con control riguroso de las variables, pero el conejillo de Indias era él mismo. El resultado fue una desnutrición severa que padeció años antes del comienzo de la guerra. Entonces se asustó y cogió el tren a Madrid, pensando que se iba a morir. La pareja de la Guardia Civil que viajaba en ese, como en todos los trenes, hizo un diagnóstico certero: le ofrecieron una chuleta con huevos fritos y patatas fritas, y llegó a Madrid recuperado, lo que no le impidió volver más adelante al bancal y continuar con sus experimentos. Ahora yo, a mi edad, mayor que él entonces, repito un poco esos experimentos para controlar una alergia cutánea de origen alimentario que padezco. El abuelo tenía una biblioteca heterogénea, donde alternaban novelas como Los miserables (que leíamos por la noche en voz alta, a la luz de una vela), obras de Schiller y libros de medicina naturista, anarquismo y filosofía, principalmente alemanes, y numerosos cuadernos sobre sus observaciones, escritos por él. Don Isidro era tan anarquista que jamás sacó cédula de identidad, ni le puso número a la casa, no quería saber nada del Estado. Una anécdota famosa en la familia es de cuando los abuelos reunieron todos los ahorros y se fueron a probar suerte en Madrid, donde abrieron una modesta tienda de ultramarinos. Pues bien, don Isidro, fiel a sus principios, cuando una mujer iba a comprar café, por ejemplo, la disuadía: «Mujer, no toméis café, que es un veneno…» Con los caramelos, algo parecido: «Pero cómo vais a darles caramelos a los niños, que les estropean los dientes…», y así por el estilo. Resultado, que se arruinaron y tuvieron que dejar el negocio. Indudablemente, don Isidro era hombre de principios muy ajenos al comercio. Cuando llegué al bancal, el abuelo tomó la decisión de que no fuera a la escuela, porque el maestro era un «burro», decía. Mi abuelo prefería que leyera sus libros, que me iban a ser de mayor utilidad, de modo que pasé casi tres años hecho un pequeño salvaje, descalzo y en completa libertad, leyendo de vez en cuando filosofía alemana. Poco a poco empezó a hacerse sentir el hambre. El último año de la guerra, prácticamente no comíamos otra cosa que habas, y para colmo ese año se había helado la cosecha; a los niños ya empezaba a notársenos la desnutrición. Pero el hambre aguza el ingenio. A mi madre, por ser viuda de guerra e inválida, le dieron gran cantidad de recortes de cartón para la lumbre. Entonces, con ellos, empecé a hacer juguetitos en miniatura para los hijos de los campesinos: tartanas, con ruedas que se movían y caballos; juegos de muebles para las niñas, y cosas por el estilo, que yo cambiaba por higos secos, una verdadera golosina en aquellos tiempos. Un día se presentó don Isidro con un conejo desollado, que doña Isa preparó con arroz. Luego nos enteramos de que era un gato. El abuelo era muy cariñoso con nosotros los niños. Todavía conservo una foto donde estamos todos los nietos con él, en la que lucía su larga barba blanca. Al final de la guerra, los franquistas lo encerraron en la cárcel por varios años, lo mismo hicieron con mi tío Pedro, que sobrevivió haciendo esculturas en la prisión. Pero don Isidro las pasó muy mal y su salud se vio seriamente quebrantada. Al esposo de Manola, padre de Tenio y Antina (que era sastre y había sido durante un tiempo alcalde de Ocaña), los fascistas lo encarcelaron y un buen día, sin juicio previo, lo fusilaron. Cuando ya era inminente el triunfo de los franquistas, mi madre tomó la decisión de sacarme de España y tratar de llegar a la Argentina, donde por ese entonces vivía su hermano, Fernando Arranz, quien además era mi padrino. Fue una decisión sensata. Dados los antecedentes republicanos de mi padre y sus hermanos y cuñados, mi futuro en España no se vislumbraba muy luminoso.

 EN EL PUERTO DE ALICANTE…

“Puerto de Alicante, marzo de 1939. No puedo precisar la fecha exacta. Estamos en el puerto de Alicante, un espigón que, en mi memoria infantil, parece muy largo, con montones de sal y de carbón esparcidos por todos lados. Somos mi madre y yo. Ella, viuda de guerra y mutilada debido a una caída a las vías del Metro, con una pierna ortopédica y la otra (la suya) también lacerada por las cicatrices. El espigón está lleno de gente: refugiados, como nosotros, asidos a la última oportunidad de salir de España antes de que lleguen las tropas franquistas. Anclado junto al espigón, un barco carguero, el African Trader, y la gente amontonada tratando de subir por la escalerilla. Pero algo pasa: el flujo de gente se detiene, algunos de los que estaban a mitad de camino son obligados a descender al muelle. La escalerilla es izada, mientras anuncian por un altavoz que el barco está a plena capacidad y no admitirán más pasajeros. Incredulidad y voces de protesta entre la multitud, que sigue intentando subir. Pero es en vano, no aceptan a nadie más. La gente, cabizbaja, emprende el regreso al puerto. Mi madre hace un ademán de ponerse también en marcha, pero yo me empecino y me quedo plantado donde estábamos, ya a pocos metros de la escalerilla. Poco a poco nos quedamos casi solos. Empezaba a anochecer y nuestro futuro aparecía sombrío e incierto… Mi madre había decidido este camino sin titubear. Muerto mi padre en la guerra y toda la familia socialista, mi porvenir bajo el franquismo no era precisamente venturoso. Las fuerzas franquistas se acercaban rápidamente a Elche, donde habíamos pasado como evacuados casi toda la guerra, en el bancal (huerta) del abuelo Isidro. Por eso, al oír que había un barco en Alicante que recogía refugiados, ella no lo pensó ni un instante. Fuimos en una tartana desde el bancal a Elche, y allí nos montamos en la cama de un camión que nos llevaría hasta Alicante. Para mí fue un juego subir, aunque recuerdo el esfuerzo de mi madre, con su prótesis y la otra pierna debilitada. Eso sí, poseía una voluntad a toda prueba. Y llegamos, pero ¿para qué? Parecía que estábamos en un callejón sin salida. En ese momento ya había terminado mi vida de niño, mis primeros 11 años. Aún no sabía que mi existencia iría dando saltos de once en once años…”

 LA LLEGADA A ARGELIA Y ESTANCIA EN LOS CAMPOS.

El African Trader era un viejo carguero que navegaba bajo bandera inglesa, aunque, como supimos después, la tripulación era griega, y se mostró muy solidaria con nosotros. Lo único que habían hecho para adaptarlo a la carga humana fue construir unos retretes de madera en la cubierta. En uno de ellos encontré un montón de dinero español de la República, ya totalmente carente de valor. Nos dirigíamos a Orán, en Argelia, y nos dijeron que la travesía duraba unas seis horas, pero nos demoramos casi tres días. Luego nos enteramos de que navegando ya en aguas internacionales, apareció un buque de guerra fascista (creo recordar que era el Almirante Cervera), que le ordenó al capitán regresar a puerto español. Lo hizo, pero a la mínima velocidad, a la vez que por radio pedía la ayuda de los barcos del Comité de No Intervención, un comité internacional compuesto por más de una veintena de países, el cual dejaba pasar a las fuerzas nazis y fascistas italianas, pero interceptaba los envíos de la Unión Soviética, México y otros países amigos de la República. Por fin apareció una fragata inglesa y pudimos poner proa nuevamente a Orán. Pero con esto no acabaron nuestras tribulaciones. Al llegar a esta ciudad, el gobernador francés nos prohibió entrar a puerto. Estábamos anclados a las afueras, mientras los burgueses de la ciudad venían en lanchas a contemplar a los «rojos». Por suerte distribuyeron alimentos: un exquisito pan francés y una lata de sardinas en conserva por persona, que luego del hambre pasada en España nos supieron a gloria. Esta repentina ingesta de grasas me produjo después ictericia, que mi madre me curó con tisanas de boldo. El gobernador quería a toda costa que todos volviéramos a España. Al final, la tripulación resolvió la situación arrojando al mar una pieza imprescindible del motor, de modo que a los trece días desembarcamos. Fuimos llevados a la cárcel de Orán, donde permanecimos tres días más, y allí separaron a los hombres por un lado y a las mujeres y los niños por otro. Para estos últimos (mujeres y niños), el Sindicato de Maestros de la ciudad nos cedió temporalmente una colonia de vacaciones, donde estuvimos en condiciones relativamente confortables. Los chicos pelábamos las patatas y las mujeres guisaban. Aparte de eso, nos entreteníamos cazando camaleones y jugando. Esta situación idílica, sin embargo, no duró mucho. Empezaban las vacaciones y los maestros necesitaban su balneario. Las mujeres y los niños fuimos a parar a un campo de concentración en Ain el Turk, Beni Hindel, al sur de Orléansville, en las estribaciones de los Montes Atlas. Era un campo raso cercado en las afueras del pueblo, donde nos quedábamos en tiendas de campaña, mientras nos mantenían bajo la vigilancia de gendarmes franceses. Por la noche se oían los aullidos de los chacales en las proximidades. También había numerosos rebaños de cabras y ovejas por los alrededores. En el desayuno nos daban café negro con pan duro (ambas cosas me han gustado después toda la vida) y en las comidas un rancho del que solo recuerdo los garbanzos duros como piedras, que a menudo usábamos como proyectiles. Pero estábamos en relativa libertad, en un perímetro bastante amplio donde los chicos podíamos corretear y jugar a nuestras anchas. Las maestras que había entre las refugiadas organizaron pronto una escuelita para los niños, en la que recuerdo que nos explicaron la teoría de la evolución de Darwin. Además, preparaban representaciones teatrales. Recuerdo haber tomado parte en Nuestra Natacha, de Alejandro Casona. Hacía el papel de un herido en una manifestación. Tiempo después, en la Argentina, pude comprar el libro y lo leí con emoción, reviviendo aquellos tiempos. Era curioso observar a los árabes ir en burro, y la mujer detrás, a pie, cargando los bultos en la cabeza. También verlos hacer abluciones y lavados íntimos en la fuente del pueblo.

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